“Se puede dejar de dormir, pero nunca se debe dejar de soñar…”. Esta premisa la he empleado la mitad de mi vida como un aliciente para siempre esperar algo mejor de los momentos que se atraviesan en mi camino y ha sido mi gran método de entretenimiento para los momentos ahorcados del día y noches de desvelo. Sinceramente no recuerdo si aquella añeja frase es propia. La verdad es que puedo dudar que lo sea, ya que a los 16 años lo único que se me ocurría eran excelentes escusas; pero tampoco recuerdo al supuesto autor intelectual de la misma. El punto es que la tengo gravada en la mente como el más vistoso de los tatuajes.
Ahora no lo sé tanto, pero los
que se aproximan a mi generación recordarán que el juguete favorito de los
niños era la mente, y aunque la sociedad y el sistema educativo a veces se
empeñan en que lo olvidemos, algunos adultos de este nuevo siglo seguimos
utilizando a la imaginación como un aparato de entretenimiento. Y es que si
soñar dormido a veces es estupendo, soñar despierto es inigualable.
Por lo general no recuerdo lo que
soñé la noche anterior a despertar, y es un poco frustrante porque suelo tener
sueños bastante amenos. La música, los libros, las aventuras y desventuras citadinas
son frecuentes en mi vida desde pequeño y creo que por lo mismo el material de
mis guiones oníricos es bastante rico, de ahí que el no recordarlos sea una
lástima. Tal vez por esa razón es que suelo soñar tanto cuando estoy despierto —cosa
que es muy entretenida para mí, pero en ocasiones, es un inconveniente para los
demás— pero el resultado, por lo general, es benéfico para todas las partes.
Uno de mis momentos favoritos
para soñar despierto es cuando voy caminando por la calle: el ir admirado el
panorama y el ver a la gente transitar me brinda suficiente material para
desarrollar una historia absurda en segundos, en donde el personaje principal siempre
es un servidor, y está por demás decir que mi participación en el sueño
despabilado es épica. La ilusión en algunas ocasiones termina siendo una gringada, pero de esas que son algo divertidas.
Algunas otras veces suelen convertirse en “churros” bastante exagerados, pero casi
todos los trayectos suelen trascender como sagas exitosísimas. El problema es
cuando no sueñas que vas poniendo atención en el asfalto y sufres dolorosos tropezones
o caídas humillantes que se quedan grabadas entre las burlas de los
desconocidos que deambulan bien despiertos.
Cuando se era pequeño, el
imaginar hasta lo inimaginable era el juego preferido en cualquier momento del
día y el crear historias extraordinarias a partir de lo cotidiano era de lo más
alegre para los mozalbetes de la insipiente década de los ochentas, en donde
los videojuegos modernos comenzaban a aparecer, pero sin irrumpir en el proceso
imaginativo. Recuerdo que en aquel tiempo existían juguetes y artefactos
increíbles, que ningún niño descendiente del balero no se hubiera quedado embelesado;
pero aunque era todo un reto dejar los controles en la mesa, el jugar al aire
libre con la imaginación de comparsa era la actividad preferida. Ahora creo que
esos tantos momentos de vago me aprovisionaron de
lo suficiente para hoy seguir soñando despierto. Por cierto: es una lástima que
los niños ya no anden por ahí de vagos, y es que es muy importante haberlo sido
para lograr ser un paseante de la vida…
Yo era de esos niños que se
distraían fácilmente en el salón de clases o en momentos en que tenía que estar
atento —cosa que en un cuarto de siglo no ha cambiado mucho— pero no como
cualquier otro chamaco de esa cándida edad. Hoy creo que aquellos momentos en
que fantaseaba con los ojos bien abiertos fueron de gran ayuda para que mi
infancia fuera tan feliz y las llamadas distracciones no eran más que intentos
por visitar un lugar en donde el tedio no era posible y en donde la tristeza
era prohibida por decreto. …
En la etapa adulta, es más difícil
imaginar lo inimaginable porque muchas cosas con las que soñábamos están al
alcance de la mano; pero aunque por doquier hay imágenes maravillosas —y hasta
en 3D— nunca he visto alguna como las que se forman en mi cabeza cuando percibo
el aroma del café. Jamás he disfrutado en la pantalla grande alguna visión como
las que me regala la ociosidad o similares a las que aparecen cuando estoy
frente a una hoja en blanco; y aunque existan avances tecnológicos en donde la
definición es más clara que la del ojo humano, nada se compara con las cosas absurdas
que visualizo mientras alguien me está sermoneando.
Aunque mucha gente asegure que no
se puede vivir de sueños, la imaginación nos surte de miles de argumentos para
rebatirles tal afirmación. Desafortunadamente las actividades diarias y las
responsabilidades de la etapa adulta a veces interrumpen ese maravilloso
proceso de soñar despierto, pero si cotidianamente hiciéramos un ejercicio de
recordar la manera en que veíamos los problemas y el aburrimiento cuando éramos
niños, los días serían más llevaderos. Algunos exageramos en el tiempo de imaginar,
pero si encontráramos el punto exacto entre la seriedad de las
responsabilidades y lo magnífico que es creérnosla, nuestro mundo sería un
mejor lugar para soñar.
El que deja de soñar de alguna
manera deja de vivir la vida. Me es muy difícil entender una existencia sin
sueños, y es que si dormir es muy importante, soñar es imprescindible. Una vida
sin sueños es aburrida por principio, un momento del día sin soñar es como dar
por hecho que la realidad es inamovible y eso es tan soporífero como tocar una
guitarra sin cuerdas…
Sueñen que nada cuesta, imaginen
a cada momento y la felicidad será la mejor de las visiones, y si bien no es
bueno escapar de la realidad, si lo es el tomarse unas vacaciones de vez en cuando…
Alex VC
http://elcallejondelaguacate.blogspot.mx/