martes, 5 de abril de 2011

Manejando el Estrés © (Primera Parte)


Las eternas obligaciones que por fortuna se acumulan para beneplácito de la economía y el apetito, esta vez, me exigen visitar una colonia que se ubica por allá por la zona norte de la ciudad. El tramo es exagerado para lo cotidiano, lo que significa que seguramente estaré fuera por varias horas del terruño que con frecuencia me ve deambular. Por momentos la apatía se adueña del cuerpo, pero la responsabilidad sale a flote —no sé de dónde— como un mecanismo de defensa para la amargura, o tal vez, como un consuelo estúpido de esos que abundan en México. Al final de las odiosas cuentas, se tiene que llevar a cabo el extenso traslado, y aunque la pereza se encuentra muy por encima del sentido del compromiso, la resignación termina por decidir el porvenir. Me decido, entonces, para llevar a cabo mi empresa y enseguida apechugo meditando:

Para muchos pobladores de esta hermosa y caótica ciudad, el hecho de dirigirse a lugares retirados del rumbo habitual podría provocar desánimo —y me incluyo—, pero cuando dejamos de lado los pucheros y enfrentamos el infeliz hecho con espíritu aventurero, la travesía, por muy tempestuosa que esta pudiera llegar a ser, nos podría dejar una gran enseñanza para la experiencia y una lección invaluable para lo que queda de la paciencia. La constante negación a realizar grandes travesías en el Distrito Federal puede ser debido a que los tiempos de trayecto dejaron de ser calculables desde hace muchos años. La densidad de población, el constante incremento del parque vehicular, así como la creciente incultura vial han provocado que las “horas pico” dejaran de existir como tal para convertirse en un cúmulo de tiempo medible en horas semáforo, horas marcha u horas Obra Pública. Otro dato que hace más simpático el circular por la selva de asfalto es que en algún tiempo sabías perfectamente los horarios en que el tráfico comenzaba a alborotarse, así como las rutas alternas para evitar los horrorosos congestionamientos viales, y hoy en día, “La Hora Pico” dura lo que el ciclo solar y las vías alternas o rápidas han sido incluidas en el compendio de leyendas urbanas de nuestra cultura popular, por lo que el sufrir de embotellamientos en las calles y avenidas de esta conflictiva comarca es casi inevitable.

Aunque para muchos la Ciudad de México es intolerable, algunos audaces hemos aprendido a vivir con los inconvenientes que a diario suceden en las grandes orbes, con el exceso de vehículos públicos y particulares en las calles y con las saturadas vialidades capitalinas. Si pudiera existir un lado bueno del caos metropolitano sería que el tráfico te puede proveer de tiempo para hacer nuevos amigos de los conductores que comparten tu desgracia o de descubrir, si es que tienes la suerte o la iniciativa, las maravillas que muchas veces se ven opacadas por las inclemencias que trae consigo la urbanización descontrolada.

Hay aspectos que no cambian, y no porque sean necedades, sino porque son de gran ayuda para evitar la fatiga y echarle la mano a la relajación: El que es sureño se desenvuelve, por lo general, cerca de esa zona, y el que vive en el norte hace lo propio con el propósito de evitar esos aburridos y tediosos trayectos de los que hay tantos en la Zona Metropolitana. Pero existe un lado amable al recorrer la ciudad, y es que durante esa cotidiana acción, algunas veces, llegas a toparte con lugares que tal vez ni en un millón de años visitarías por iniciativa propia, pero que valen mucho la pena conocer, y aunque perderse en esta inmensa ciudad puede ser dificultoso, también puede resultar informativo y bastante ameno.

Algunos de los trabajos que he realizado en mi vida me han requerido el recorrer gran parte de la extensión de esta enorme localidad, así como un tanto del interior de la República. Puedo presumir, en kilometraje, que he recorrido casi desde Topilejo a Tepotzotlan y prácticamente de la salida a Toluca a la de Puebla conociendo varios de los sitios importantes de la metrópoli, así como recovecos pintorescos de esta gran orbe que gente que me dobla la edad no tiene ni la menor idea que pueden existir.

En lo personal, me considero uno de esos ruleteros de corazón que rara es la ocasión en que se llegan a perder, ya que el constante trajín me ha provisto de la orientación necesaria para reconocer casi cualquier latitud en donde me encuentro, y los constantes recorridos me han facilitado de las herramientas viales adecuadas para encontrar siempre el camino correcto. Aunque no puedo decir que conozco a la perfección el plano de la ciudad, soy de esos andariegos orientados que logran salir avante de casi cualquier percance citadino y de esos raros peregrinos que saben llegar a su destino, en casi cualquier medio y prácticamente en cualquier punto de las diez y seis Delegaciones y Municipios conurbados. Y no es que su servidor sea superdotado, es que para ser orientado solamente se necesita ser un poco observador y tener “buen diente”. La memoria tiene mucho que ver con nuestros gustos y preferencias, si algo es de tu agrado se queda en tu mente instantáneamente, por lo que si recuerdas, por ejemplo, la casa de aquella encantadora fémina que tanto visitabas es casi imposible no saber regresar a ese rumbo; si te divertías como enano en algún parque o en alguna casa que solías acudir, es difícil olvidar sus paraderos; si solías jugar o vagabundear por aquellos parques llenos de árboles y estatuas de gente desconocida para ese entonces, estos se convierten en una excelente guía en la actualidad; y si eres de los que se detienen a comer en casi cualquier lado, rara será la ocasión en que te sientas perdido o hambriento en este enorme territorio.

Los monumentos históricos, las cantinas y las taquerías son de lo que más común en esta atractiva ciudad, así es que si conoces una buena parte de estos típicos puntos de referencia, por más que sea inmensa La Capital, será difícil extraviarse del todo. Dudo que haya alguien que conozca todos y cada uno de estos sitios, pero si hay alguien que se acerca a ese espinoso título, sin duda es mi abuelo, a quién le tengo que agradecer mi amaestrado paladar para comer prácticamente lo que sea que me pongan enfrente y el poder haber conocido cuanta taquería y cantina aparece en el Mapa Político de la Ciudad de México. Por todo lo anterior, si algún día circulan por algún sitio desconocido para ustedes, con toda la confianza pueden marcarme y encantado les aconsejaré cómo salir de su infortunio y en donde pueden detenerse a mover el bigote.

Consejo útil para el que decide merodear por esta culinaria patria: Si se sienten perdidos en alguna zona de la ciudad, acérquense a la taquería o comedor que presente la mayor concentración de personas; la mayoría de las veces la cantidad de comensales es directamente proporcional a la calidad del taco, y de entre la degustadora multitud, casi siempre aparece un taxista bienintencionado quien te puede guiar a tu destino.

El alma de chafirete lo heredé de ambos lados de la sangre, ya que tengo un progenitor que sabe a la perfección salto y seña de la Guía Roji y una abuela materna que parece que la diseñó, por lo que desde infante aprendí a conocer la ciudad y sus enredosas vías de comunicación. Desde que era un mozalbete solía acompañar a mi padre a cualquier lado que su oficio lo llevaba —que por lo general era hasta casa del demonio—, y desde muy niño, acompañaba a mi abuela por varios puntos del D.F. y Área Metropolitana todas esas incontables veces en que mi amada antecesora tenía que adquirir algo para la casa — que por lo general era algo bastante extraño y se encontraba en lugares demasiado estrafalarios— o cuando la bisabuela quería salir a dar un paseo por las complicadas calles que conforman la red vial, por lo que el andar por la ciudad es tan común para mí como el respirar para todos los demás. Recuerdo que alcanzando apenas la adolescencia, y sin edad propia para manejar, un gran amigo y este andarín nos aventurábamos, con el método de transporte que estuviera a nuestro alcance, desde el bello Coyoacán hasta la extravagante Zona Rosa —que en aquella época era como viajar de Chetumal a Tijuana — con el pretexto de conseguir los discos de nuestros grupos preferidos, pudiendo ir perfectamente a un centro comercial más cercano a nuestra ubicación. En aquellos ingenuos días pensábamos que sólo en aquella tienda de discos que se encontraba en esa zona hallaríamos las cosas novedosas y raras que tanto llamaban nuestra musical atención, pero creo que también influía algo el hecho de ser “Pata de Perro”. Otras veces, y en compañía de amigos adoradores del merodeo, emprendíamos traslados en bicicleta hasta la recóndita Colonia Condesa para visitar a conocidos a quienes pudiéramos atosigar o a alguna que otra niña guapa a la cual pudiéramos acosar. Alguna osada ocasión nuestra ociosidad nos llevó hasta el remoto Centro Histórico, cosa que fue muy recreativa, ya que descubrimos varios lugares desconocidos y una línea del Sistema de Transporte Colectivo “Metro” que recorría la ciudad de sur a norte por la superficie. Las extremas idas de pinta eras más disfrutables cuanto más lejano fuera el destino para haraganear y el corazón palpitaba mejor al tener que regresar a casa batiendo todo tipo de marcas para evitar levantar cualquier sospecha que nos pudiera delatar. Prácticamente era cosa de todos los días el deambular por las distintas colonias que conforman el Distrito Federal, y por lo general, el método utilizado para tan gustosa actividad era el de “a pincel”, y aunque algunos de mis pequeños amigos potentados contaban con un chofer a su disposición, estos preferían aventurarse, como la vida se los daba a entender, con este vago servidor quien desde la Escuela Primaria ya tenía los arrestos para ¡regresarse solo a su casa! —En esos inmaduros tiempos, el cruzar caminando el Centro de Coyoacán para llegar en menos de diez minutos al hogar era motivo de respeto y admiración para los de edad temprana—. Cuando llegó la época de tener permiso para conducir, o en su defecto para robarse el coche, fue cuando de verdad la familia no veía ni una partícula de nuestro polvo. El conocer por fin el reglamento de tránsito y el contar con un motor para los traslados, hacían de la vagancia algo más allá de lo deleitable. Los malabares en los transportes públicos, el dolor de pies, y los largos y riesgosos trayectos en bicicleta —algunas veces iban trepados más de dos en el velocípedo—, en ese momento eran cosa del pasado, lo que ayudó en gran parte para conocer más lugares exóticos e incrementar nuestro nivel de holgazanería. Hubo experiencias malas, claro que las hubo, pero en la gran mayoría, la Ciudad nos dotó de aventuras inolvidables y de grandes experiencias que hasta la fecha recuerdo con apego. Hoy que me encuentro en la etapa adulta, de vez en cuando suelo repetir algunas de esas niñerías con el propósito de jamás olvidar de ese travieso vago cuyas únicas preocupaciones eran la música y estar todo el día en la calle.

Lo peculiar de esta gran Ciudad de Los Palacios y las obras públicas es que nunca hay escases de asombro, ni tiempo para analizarlo demasiado. Es como aquel cajón de la infancia, el cual por más que lo esculcabas, nunca dejaba de salir un artilugio idóneo para el entretenimiento. Pero así como en la ciudad, el tiempo siempre era contado, ya que en cualquier momento se aparecía la abuela para hacerte ver tu surte por andar de metiche esculcando en donde no debías.

A lo largo de la mancha urbana encuentras momentos insólitos, divertidos y a veces, desafortunadamente violentos, pero el cúmulo de situaciones la hace exaltante, porque creo que aunque las malas noticias están a la orden del día, nuestra cara alegre tendría que ser prioridad. La diferencia entre los tiempos añejos y la actualidad no sólo vendrían siendo las canas, sino la capacidad de sorprenderse, y es que hoy en día hay gente que es más fanática de la amargura que de las circunstancias, por lo que si no contrarrestamos las desventuras diarias que nos regala la Gran Capital, un mal día de estos nos puede dar algo por un entripado mal encaminado.

En el Distrito Federal hasta el más conocedor de sus rincones de vez en cuando se queda boquiabierto, y en la esquina que menos se imagina, y es que la mancha urbana es tan grande, y somos ya tantos los chilangos y paracaidistas, que cómo no habría de ser. Cuando manejas por la ciudad es normal que te desespere el tráfico o los percances viales, te llegas a sobresaltar debido a los conductores imprudentes y te logra sacar de quicio todo aquello que entorpezca las vías de comunicación, pero es entonces cuando se debe de recurrir a la memoria y a la imaginación. Ahora que tengo que visitar el Norte de la Ciudad significa que estaré fuera por varias horas mientras recibo los embates de las calles, pero también significa que está por iniciarse una nueva aventura o alguna nueva estupidez de mi parte que provoque el desperdiciar más de medio día en remediarla.

Ya en compañía de la música que me ofrece la radio y con mi café matutino como copiloto me encuentro en la diminuta disyuntiva de decidir cuál será la mejor ruta para mi próximo destino, pero sé que el tránsito vehicular excesivo me hará descubrir una nueva para recordar. Son exactamente las 11:03 A.M., lo que significa que tengo cincuenta y siete minutos para llegar puntual a mi cita y un poco más de dos horas para deliberar en dónde habré de almorzar. El sol se encuentra casi en su esplendor y el fandango citadino comienza oportunamente para musicalizar mis malditas ganas de manejar, pero rindiendo un homenaje a la entereza, piso el embrague con decisión y me hago a la idea de pasar medio día discutiendo con la realidad y retando a la imaginación. Ya son diez minutos los que han transcurrido en el primer semáforo, lo que me dice que es hora de darle otro sorbo a mi café y de encontrar la fortaleza suficiente para manejar el estrés…

Alex VC