miércoles, 30 de noviembre de 2011

George Harrison (La Guitarra Dejó De Llorar) ©











La batería retumba sutilmente y sin necesidad de los altos decibeles para dar inicio a una de las tonadas más reconocidas por la melomanía. Casi de inmediato, y atendiendo afinadamente a la indicación, aparece el sonido inolvidable de una guitarra que resuena a través del tiempo como abriéndose paso en la historia; esa misma guitarra que desde hace exactamente una década suena a añoranza. Unas pulcras líneas de bajo, amenas y contagiadas de ímpetu, crean la reverberación perfecta para que el cuerpo descifre con los oídos y la piel el mensaje melódico. El sintetizador convierte al ambiente en un sitio idóneo para que la lírica se luzca a sus anchas, y por minutos, la mente se entrega por completo a cada uno de los acordes y frases, que en su conjunto, reciben el título de: Something. Ese inigualable vínculo entre las mentes y los sonidos dieron un resultado más allá de la armonía: lograron hacer que la maravillosa inspiración de un hombre se convirtiera en una de las mejores canciones, no sólo de la discografía de Los Beatles, sino de la música contemporánea.
La historia del Rock & Roll es difícil de entenderse sin la presencia de los Beatles y la agrupación inglesa es imposible de comprenderse sin la participación de George Harrison. Aunque el sello “Lennon-McCartney” prevaleció por sobre todas las cosas a lo largo de la historia grupo, las aportaciones de su miembro más joven fueron decisivas para lograr la consolidación de la banda. Canciones como: Taxman, While My Guitar Gently Weeps y Here comes The Sun son sólo ciertos ejemplos del talento y sensibilidad de Harrison y algunas de las tantas innegables contribuciones al éxito global del Cuarteto de Liverpool.
Ya como solista, y con el nombre de George Harrison por encima de cualquier título, logró éxitos como: My Sweet Lord, All Things Must Pass, Give me love (Give me peace on Earth), Got my mind set on you, así como varios temas originales que convirtieron al músico en un ícono con nombre y apellidos propios dentro del Árbol Genealógico del Rock. Su potencial jamás se puso en duda, pero en la autonomía fue cuando mejor se dio de manifiesto. Dicen que el autor es recordado por su obra y el hombre por sus acciones, en ambos casos, Harrison será inolvidable. El “Ex Beatle” siempre fue uno de sus tantos adjetivos y la creatividad y el perfil bajo fueron sus mejores armas para el desarrollo de su música, pero su talento innato fue indiscutiblemente su mayor virtud artística.
Hoy se cumplen diez años de que la guitarra lloró por última vez en sus manos. La vida dejó de ser un inmerecido impedimento para que el brillante compositor se convirtiera en una leyenda y la inmortalidad se convirtió en un vehículo meritorio para el último de sus viajes.
Se fue para siempre el amigo, el músico, el místico, el idealista, la figura pública y el luchador social, pero se queda para siempre George Harrison y su tremenda obra. Hoy, el último “solo” se escucha desvaneciéndose alrededor del mundo, mientras éste sigue su eterno curso tarareando y cantando entre labios: “I don´t know, I don´t know!…”

Alex VC

martes, 1 de noviembre de 2011

Si Hemos De Morirnos, Que Sea De La Risa… ©







Hoy conmemoramos a los que se nos adelantaron con el cariño acostumbrado y con los inigualables festejos que caracterizan a los mexicanos. Las risas se asoman hasta en los panteones porque es mejor recordar a los que se encuentran en el patio de los callados con una sonrisa. Por todos los rincones se escuchan versos mortuorios, canciones lúgubres y corridos sombríos, pero todos con su buena dosis de humor y a ritmo de tambora, banda y mariachi. Por doquier están las comilonas retacadas de sabores, así como los festejos plenos de máscaras y flores de cempasúchil. En nuestra mente se encuentran los que se fueron a visitar a San Pedro y cuando se pudiera pensar que la tristeza debería reinar en las comarcas, el recordar a los que ya no están con alegría es lo primordial en todos los rincones.
Hoy que es Día de los Fieles Difuntos, hacemos una pausa en nuestra vivaracha rutina para homenajear a los que ya entregaron el equipo y nos regalaron recuerdos dignos de compartir y vivencias meritorias de evocar. En mi calaverita, este año no hay versos, pero cuando las palabras salen del alma, la métrica viene siendo lo de menos. No es de ninguna manera solemne porque hasta a los que ya pegaron el estirón tienen derecho a las risas. Tampoco creo que sea irrespetuosa, ya que hay la suficiente confianza con los que se piraron, y porque el hecho de que te secuestre La Dientona no significa que te maten el buen humor. Los que me conocieron antes de felpar saben que mis palabras, aunque estén pintadas de sarcasmo o ensalzadas con picardía, siempre estarán repletas de cariño; y los que no me conocieron, me sabrán entender cuando nos encontremos en el otro barrio.
Es Día de Todos los Santos en México y los que todavía no pelamos gallo aprovechamos la fecha para reírnos un rato de la muerte, y por supuesto, de las deudas y el estrés. La fecha es propicia para mandar al diablo a los problemas mientras probamos un rico ponche, saboreamos unos suculentos tamales o disfrutamos del tequila a discreción. Es momento de vivir con ímpetu las tradiciones que nos hacen ser un pueblo mágico para demostrarle a la mismísima Catrina que, aunque se haya llevado a los nuestros, ellos siguen en el corazón de los vivos. Hoy comienza el penúltimo mes del año con danzas que ayudan a comunicarle nuestro respeto a los que exhalaron el último suspiro, con rituales que nos ayudan a enviarle nuestro cariño a los que duermen el último sueño y con cánticos que llenan de alegría a los que ven el zacate desde abajo.
En los nichos se presumen las pintorescas ofrendas con aquellos platillos que tanto gozaban los que se fueron a tocar el arpa, así como los postres y bebidas que tanto disfrutaron nuestros seres queridos antes de ponerse la pijama de madera. Hay calaveras colgadas de los postes y diablitos tronadores en todas las plazas como para recordarle, en cada esquina, a Doña Macabra que nos sabremos divertir antes de que nos expida la carta de retiro permanente y en cada calle brotan los adornados de tonos avivados como para que los ojos recuerden siempre los naranjas y rosas mexicanos antes de cerrarse para siempre.
Es día de venerar, de festejar y de reflexionar: es momento de atesorar a los que queremos tanto y entender que vida sólo hay una, y aunque no es del todo nuestra, nuestra es la obligación de hacerla inolvidable. Antes de chupar faros, hay que vivir para contarla, antes de estirar la pata hay que saber darle vuelo a la hilacha, antes de colgar los tenis hay que recorrer un grato camino y antes de que nos chupe la bruja es imprescindible dar de que hablar en este mundo. Honoremos a nuestros difuntos siendo buenas personas, hagámosles un vivo homenaje recordándolos más allá de este día y hagámoslos felices disfrutando de la vida hasta el momento en que nos quiten los fusibles. Algún día saldremos con los pies por delante, pero antes de ese hecho irremediable, procuremos hacer de nuestra vida un ameno papalote lleno de color y buenos momentos. Festejemos cada día de nuestras vidas y hagamos que La Parca se muera de la envidia.
Por más que corramos nos ha de alcanzar la insensata calaca, pero si hemos de morirnos pronto, procuremos que sea de la risa…

Alex VC

miércoles, 31 de agosto de 2011

El Parnaso (La Guarida Del Coyote) ©







El hombre es un animal de costumbres, lleno de virtudes y atiborrado de defectos, pero si en algo se distingue dentro del reino animal, es que consigue tropezar con la misma piedra un par de veces y que tiene la maravillosa capacidad de raciocinio; aunque a veces sólo es en contadas ocasiones. Ese llamado raciocinio nos facilita, desde temprana edad, el aprender de lo que nos rodea para utilizarlo a nuestra conveniencia, para ir acumulando información y conocimientos necesarios en la mente y para evolucionar avivadamente; y también está, por supuesto, la parte en donde lo utilizamos como fuente de hacer el mal y para llevar a cabo estupideces al por mayor; sin embargo, siempre habrá tiempo y esperanza de mejorar como especie.
Desde que somos niños identificamos lo que nos gusta y lo que nos desagrada, y, a medida que pasa el tiempo, hay quienes se vuelven afines al estudio, al deporte, al arte, o a los placeres mundanos. Algunos, durante el sinuoso camino formativo, logramos llegar a la etapa adulta haciendo una especie de mezcolanza de todo lo anterior acercándonos un poco al eclecticismo, pero alejándonos bastante de la razón. En mi caso, y desde que llegué a importunar a mi estirpe, he vivido rodeado de historias, asediado de cariño e impulsado para realizar lo que me llamaba la atención. Tuve la fortuna, desde retoño, de disfrutar al máximo de la libertad, así como de las actividades que me llenaban de regocijo y afortunadamente tuve la cariñosa guía de mis mayores para estar siempre cercano a la sensibilidad y alejado lo más posible del libertinaje (detalle en donde a veces les quedo mal).
Llegando la primera década de mi vida desarrollé mi gusto por la música, y cómo no iba a ser, si fui fruto de una generación privilegiada con melodías llegadas del Reino Unido y esa inigualable Ola Inglesa de la que tanto hablaban se seguía escuchando en aquella década de los setentas que se engalanó con mi nacimiento. Cuando alcancé la pendenciera adolescencia, mi progenitor me hizo uno de los mejores regalos que se le pueden hacer a un joven, quien teniendo a Dan Marino y a Ayrton Senna en las paredes de su habitación, tenía a Eric Clapton como el mayor de todos sus ídolos: una guitarra eléctrica preciosa, azul metálico e importada directamente desde la calle de Mesones en el Centro Histórico de la Ciudad de México. Este instrumento de cuerdas, el cual conservo como una de mis más preciadas pertenencias, ayudó mucho a hacer de la música una coautora de la banda sonora de mi vida.
Casi de la mano de la música, y gracias a otro querido miembro de la familia, comenzó mi historia con la bibliofilia, y es que una cosa iba con la otra: el hermano más joven de mi progenitor (quien ha leído desde que supo hacerlo y ha escuchado música desde que percibió la grabadora del quirófano) y aquí su fiel tecleador solemos departir con gusto, cuando la distancia nos lo permite, y es rara la ocasión en que nuestros encuentros no culminan en horas enteras de pláticas melómanas y discusiones literarias. Este personaje de mi vida, quien me ha instruido en esos alegres menesteres desde que tengo recuerdos juntos, me hizo un inolvidable obsequió que se convertiría en el primer libro que leí en mi vida y en otro de mis grandes tesoros: la novela de “El Guardián Entre El Centeno” de J.D. Sallinger, obtenida directamente en el número 2 de la Calle de Carrillo Puerto, de una casona de fachada de cantera y tezontle en la esquina del Parque Centenario de Coyoacán, de una librería que hasta hace muy poco tiempo, llevó por muchísimos años el nombre de El Parnaso…
Mis recuerdos de este recinto cultual del sur de la ciudad vienen desde que apenas era un niño, y es que cualquiera que ha vivido en las inmediaciones del centro de Coyoacán, suele tener en la memoria las filas de personas hojeando y comprando libros en aquel lugar (cosa que en los últimos años sólo sucedía en las remembranzas), así como los aromas a café y tabaco que emanaban de las tertulias que sucedían alrededor de aquel lugar. Por allá por los impetuosos años ochentas, mientras que México era golpeado por las calamidades políticas, económicas y geológicas, yo siendo apenas un chamaco, recuerdo como si fuera antier la sección de niños del Parnaso, en donde sobraban los libros ilustrativos e interactivos, así como las increpadas corretizas con los demás chiquillos que permanecían en el establecimiento en contra de su deseos.
Ya para cuando llegaron los tempestuosos años noventas, y cuando la adolescencia se impactó violentamente en mi camino, fue cuando comencé a asistir al lugar por voluntad propia. Recuerdo que al salir de la secundaria era divertido ir a la sección de discos, la cual se encontraba en el que los rapaces de aquella época llamábamos “El otro Parnaso”, cruzando la calle de Carrillo Puerto. En ese anexo siempre habían artículos de mucho interés, ya que contaban con una pared repleta de los extintos ‘sencillos’, los cuales, eran valiosos para mi grupo de recientes melómanos ya que, por lo general, estos discos traían versiones en vivo o temas inéditos de nuestros grupos favoritos. Por esos tiempos fue cuando la lectura se cruzó por mi camino, desgraciadamente, el presupuesto que me era asignado lo empleaba en gastos ilógicos y compras bastante absurdas (los jóvenes de aquella época actuábamos como Secretarios de Hacienda) en vez de hacerlo en libros. Los recursos se iban en: discos, golosinas, niñas, guardarropa extraño o alipús, pero para mi fortuna, en la casa de mi padre había una enorme biblioteca en donde cualquier incipiente lector se hubiera quedado anonadado (suena feo pero así era), por lo que el tema de adquirir libros se limitaba sólo a caminar de mi domicilio hacia el de mi ascendiente.
Llegó el nuevo milenio, y con este, mi consolidación con la leída. Todavía estudiante universitario, y como buen animal… de costumbres, inicié la que se convirtió en una de mis favoritas. En mi irreverente etapa adulta logré conjuntar mi gran afición por los libros, con mi terrible devoción de hablar hasta por los codos, con mi alarmante adicción a la cafeína en un lugar que hasta hace poco tiempo era cómplice en la conclusión de mis tardes. Todavía en aquella década el Parnaso era un lugar reluciente, la gente entraba en caravanas hacia la tienda con el afán de encontrar clásicos y novedades del momento, y en una de esas tantas veces que fui parte de esa procesión, fue cuando descubrí el que sería mi escondrijo por excelencia. Un buen día de la prematura época de los dosmiles, salí con un libro recién adquirido del Parnaso y decidí sentarme un momento en la cafetería del lugar para poder hojearlo mientras tomaba la cafeína requerida por el cuerpo. Ese día era uno de tantos que había caminado por aquel sitio rumbo a mi casa, pero se convirtió en el primero de años enteros de muchos gratos recuerdos, muchas pláticas interminables y muchas páginas recorridas. No recuerdo cual fue el primer libro que leí en la cafetería, sería como recordar la primera vez que sonreí, pero recuerdo que no hubo una sola semana, que no estuviera fuera de la ciudad, que no hubiera asistido al lugar para tomar café en honor a mi vicio, platicar con los amigos para deleite del buen humor o leer horas enteras para desgracia de mis extintas posaderas.
Las tardes y noches en el Parnaso eran distintas cada vez: algunas se convertían en un gran momento de introspección en donde leía pensando solamente en lo que las páginas me platicaban, y en los momentos en que encendía el cigarro de ocasión, enseguida llegaban las estupideces que suelen fraguarse en mi mente para luego regresar a mi agradable rutina. Otras veces, se convertían en extensas pláticas que iban y venían de lo sublime a lo ridículo (estas últimas eran las más entretenidas) mientras aprovechábamos los momentos en que la risa nos lo permitía para darle un sorbo al café. Otras veces aprovechaba para estudiar o hacer labores de la escuela o el trabajo, cosa que era un reto porque siempre pasaba alguien conocido por saludar o llegaba alguien con quien platicar. Habían las veces en que me sentaba a escribir disparatadas interrumpiendo mi agradable actividad a cada momento para mirar hacia la fuente de los Coyotes, que no me canso de ver, o admirar el panorama repleto de paseantes que siempre engalanan el ambiente. Otras veces era simplemente para entrar a la librería y recorrer los pasillos echándole un vistazo a las grandes mesas llenas de de libros, así como los estantes de ambos pisos colmados de opciones para leer; y aunque en los últimos años eso cambió de sobremanera, los pretextos como una repentina lluvia para entrar a curiosear no cesaron hasta que el lugar dejó de existir como librería. Las tardes de visitar la cafetería duraron por más de 10 años hasta que un mal día, y sin aviso, cerraron el merendero para siempre y varios coyotes tuvimos que merodear por el centro de Coyoacán buscando, sin éxito, una guarida similar.
No había tarde, desde hace casi año y medio, que no pasara frente al Parnaso con la esperanza de que se hubieran arreglado las cosas y pudiera ver abierta aquella cafetería en donde el aire era más libre que cualquier otro lugar y en donde las mesas abofeteadas por el tiempo tenían una de las mejores vistas de la ciudad. Hace un mes que me encontré las puertas cerradas de la librería y me di cuenta que mi esperanza era, más que nunca, imposible. El lugar en donde adquiría libros desde jovenzuelo y la cafetería en donde hice incontables “horas nalga” se habían convertido en sólo gratos recuerdos para la colección.
En esa esquina en donde tantas veces di la vuelta encontré un espacio para entretener a mi mente cochambrosa y en donde podía olvidarme, por unas horas, de los problemas. En ese sitio repleto de historias tomaba un café que nunca fue exquisito, pero que tenía un sabor y un aroma que nunca pudo irse de mi recuerdo. Por ese lugar ya histórico deambulábamos los mortales: los que vivíamos cerca del lugar y gustábamos de visitarlo, los que venían de lejos pero gozaban del ambiente y lo hacían suyo, y deambularon también los que hicieron historia: Octavio Paz, Gabriel García Márquez, Carlos Monsiváis, Alejandro Aura, y tantos y tantos a quienes los cotidianos leíamos y admirábamos.
En ese lugar asediado por libreros, lectores, paseantes y jugadores de ajedrez, se hacía provechoso el tiempo: ese que pasaba como agua cuando platicábamos o leíamos, ese que en los últimos años se acumuló en las paredes y en el mobiliario, ese al que nunca pudieron contener. En los últimos años el deterioro era evidente y la escases de novedades y visitantes era innegable, pero la costumbre se mantuvo intacta hasta el triste día en que la clausura la detuvo para siempre.
En las contadas ocasiones en que utilicé el raciocinio identifiqué de inmediato al lugar con mi gusto. En esa terraza de toldo verde, que fue la primera en irse, me refugié por muchos años de la lluvia y de las inquietudes y en ese incomodo piso de piedra atranqué mi silla para siempre. A ese lugar cuya escalera para el baño era un reto bajarla, lo frecuenté siempre con agrado, y el peor de mis recuerdos es que nunca tenían Canderel. Ahí conocí gente llena de virtudes y atiborrada de defectos, quienes cada tarde me enseñaron algo nuevo y con quienes conviví en armonía, hasta que llegaban las elocuentes discusiones. En ese lugar en donde se leía y se platicaba también se oía de repente música y canticos tardíos, se escuchaban poemas y mentadas de madre y se percibían las voces de los que hicieron del recinto un lugar para el recuerdo.
El Parnaso soportó los embates del tiempo, de la indolencia y de la falta de lectura en México, pero no pudo con el destino, la avaricia y autoridades que gustan de apoyar al entretenimiento por encima de la cultura. Coyoacán pierde un lugar que promovía el arte y sólo el tiempo nos dirá en lo que se va a convertir. Pasar por ahí alimenta a la melancolía, pero sigue siendo el camino diario hacia la casa de todos ustedes. No saludaré más al poster de John Lennon que tantos años se asomó por la ventana porque ese balcón será ocupado por alguien más y no podré frecuentar el lugar como solía hacerlo porque nunca he sido entusiasta de las puertas atrancadas.
Todavía existen librerías en las inmediaciones de Coyoacán, pero nunca una como lo que fue en algún tiempo el Parnaso. Sobreviven aún algunas cafeterías agradables en donde los coyotes podemos seguir aullando barrabasadas y leer a gusto, pero ninguna con ese ambiente tan enriquecedor y ese aroma a tertulia que sigue percibiéndose en las afueras de la antigua librería.
Hoy escribo tan sólo una epítome de lo que viví en ese lugar, pero tengo que hacerlo del otro lado del Jardín del Centenario. Con un café mejor elaborado y una vista similar trato de hacer un homenaje a la esquina que me seguirá viendo pasar como alguien familiar y en donde logré una relación intrínseca con las páginas que leí y con esas tertulias que se convirtieron en una agradable costumbre. El Parnaso es ahora una agradable historia para contar y uno de esos lugares con los que es difícil volverse a tropezar…

Alex VC

lunes, 15 de agosto de 2011

Columna Adelantada © Season's Trees





Danger Mouse & Daniele Luppi present Rome - Season's Trees (ft. Norah Jones)






Un platillo resuena con el ímpetu suficiente para alertarnos, pero con la sutileza adecuada para dar paso a un agradable lapso de tiempo. Cada compás despierta la curiosidad de nuestra percepción y el ostentoso destino de ese sigiloso viaje es el deleite puro.

Season´s Trees es el nombre del sencillo que actúa, a la perfección, como preámbulo del disco que lleva por nombre: Rome, y el cual, ya levanta sospechas de éxito rotundo. El trabajo de mentes creativas y las grandes aptitudes traen a la luz esta canción repleta de sonidos placenteros, dignos de detener el curso de la atención. Danger Mouse y Daniele Luppi hacen uso de sus respectivos talentos en conjunto para darle paso a la creación y abren una puerta substancial en la compleja industria musical con una producción que se mantiene cerca de la exquisitez y alejada de lo convencional. A veces la excelencia alcanza los lujos, y para hacer de las letras una canción sublime, Norah Jones fue la elegida para interpretarla, seguramente por ser alguien quien siempre ha hecho de la música su aliada, o tal vez porque su inmensa sensibilidad no sólo emana de sus cuerdas bucales, sino de sus genes. Talento, Voz y música confabulan para llevar a los oídos a niveles alucinantes:

Comienza la pieza: transcurre el primer segundo y mente música ya conviven en armonía, la batería propone al cuerpo la cadencia y de inmediato se da la comunión músico-oyente; el ritmo cardiaco parece acoplarse al suave beat de los tarolas, al instante en que los oídos comienzan a identificar con agrado los demás instrumentos. Esa guitarra pausada en ejecución, pero toda excelsa en audición, hace que el sonido deje de ser del creador para ser del que lo escucha; las seis cuerdas y el efecto sonoro perduran a lo largo de la canción haciendo de la parte rítmica un componente imprescindible para el agrado. Los sintetizadores aparecen al vaivén de la resonancia como ecos planificados para hacer del ambiente un sitio perfecto para la conjunción musical. En todo momento están las líneas del bajo haciendo vibrar al cuerpo desde la primera nota y aportando sensibilidad extrema al audio. Cuando la mente está inmiscuida del todo con la melodía llega la voz: esa voz que agrada y que hipnotiza, y que por más que se intente darle un lugar específico, sigue siendo parte de un magnífico todo, pero es imposible no colmarse de agrado con ella. La lírica es simple, pero nunca vana, no da mensajes rebuscados (y qué mejor) pero propone, lo que la hace sencilla para el gusto.

Poco más de tres minutos bastan para apreciar este trabajo de gran calidad, y aunque el volumen es opcional, el “paro” nunca es parte de la expectativa. A lo largo de la canción la mente se adapta al ambiente y se embelesa con lo que percibe. Los tímpanos se limitan a prendarse de las caricias y el estado anímico parece calmado, aún con movimientos irreflexivos de las extremidades. En el recuerdo queda la creatividad de la realización y en el gusto quedan los sonidos regalados. El último platillo avisa que la canción llegó a su fin, dejando opción abierta para escucharla de nuevo.

http://www.youtube.com/watch?v=OgwMY1Fgg00

Alex VC

miércoles, 13 de julio de 2011

Whiter Shade Of Pale…

Y El Público Pidió Más ©
http://www.youtube.com/watch?v=p8jJ1ORIOes


1967 fue la fecha en que este poema psicodélico salió a la luz por primera vez. Aquel `Verano del Amor´ fue el momento indicado para escuchar esta melodía impetuosa y casi alucinante. Voz, armonía y estética conspiran para encumbrar al Rock & Roll con esta obra que ronda más allá del tiempo y la resonancia.
Sus talentosos creadores retoman el camino de la exquisitez con esta extraordinaria versión en vivo de su gran éxito. Hacen gala de su calidad interpretativa con un performance que suena, más que nunca, como música para los oídos, y como grata sorpresa, echan mano de la inspiración para incluir una estrofa entera de versos inéditos para una canción ya antes magnifica.
4 décadas después de aquel verano irrepetible, el Hammond sigue vibrando en la perennidad y esas frases siguen adornando los anales de la música. Oda al sonido e himno para los que saben disfrutarlo, apología de las palabras para los que gustan de interpretarlas y experiencia casi inédita para la mente. Un ejemplo claro de suntuosidad acústica a la orden de los más exigentes.
Preparen la mente y liberen los oídos, disfrutemos de Procol Harum y de esta canción que, sin importar el paso de los años, sigue siendo, para muchos de nosotros, la eterna favorita: Whiter Shade Of Pale…








viernes, 1 de julio de 2011

¿Que qué opino de Jim Morrison? ©





"Cancel my subscription to the resurrection": Jim Morrison (8/Dic/43 - 3/Jul/71)






¿Que qué opino de Jim Morrison?



Eso sería fácil de contestar si tuviera todo el tiempo del mundo…



Después de casi 20 años de conocer a Jim Morrison puedo decir que nuestra relación, aunque incógnita, siempre ha sido cordial, y por como el tiempo ha pasado de rápido, indeleble. Esto, seguramente debido a la profunda admiración que le tengo desde aquel día en que mi padre nos presentó, y porque estoy seguro de que no hubiera podido ser de otra forma. Nuestra amistad fue (y se mantiene así hasta el día de hoy) sencilla y honesta, tal vez porque en aquellas épocas yo era tan solo un adolescente y él era ya un mito de esos que no se dan en masetas, sino en momentos enfáticos de la historia de la música. Nuestra afinidad ha sido duradera porque al instante, y sin opción a que fuera de otra manera, me embelesó su gran obra, su talento inigualable, su espíritu de libertad y su fascinante desfachatez, ¿qué adolescente no se sentiría identificado con un personaje como ése? Conforme iba pasando el tiempo, y a medida en que los años se iban acumulando en mi persona, fui entendiendo varios aspectos de su legado que en mis años mozos eran simplemente sorprendentes incógnitas agradables para mis oídos: Mi prematuro amor a la lectura, cosa que curiosamente compartimos, me ayudó con los años a identificarme, todavía más, con todos aquellos mensajes armónicos y esas señales líricas de inspiración que Jim mandaba en cada frase y en cada momento de su vida a la juventud de cualquier época y a los adultos que insisten en serlo a todo momento; mi temprana admiración por la música, cosa que también nos unía sin saberlo, hizo que sus melodías se alojaran en mi mente desde la primera vez que las disfruté y se mantuvieran, ahí, aferradas en la memoria, y en mi gusto, por casi 2 décadas. Sé que muchos no considerarían al `Rey Lagarto´ como el mejor ejemplo a seguir para una juventud impetuosa y necesitada de ser escuchada, pero creo firmemente que para mi precoz existencia, y ahora en mi entrante madurez, fue un modelo en varios aspectos de mi vida, ya que hasta los excesos sirven de mal ejemplo, y ese entusiasmo que siempre tuvo por el arte y por la expresión inteligente sin tapujos, jamás en mi vida me la enseñaron en la escuela.



¿Cómo puede haber una relación entre dos personas que jamás en la vida se conocieron, y nunca podrán hacerlo?



Es sencillo: el artista regala su talento a la posteridad para que las personas decidan apreciarlo. Yo al aceptarlo, y al hacerlo parte de mi vida, dio como resultado una sinergia en la distancia, lo que se convirtió en una amistad que va más allá de lo convencional y que se transformó en atemporal, y por lo mismo, eterna.



¿Cómo definiría a Jim Morrison?



¡Uf! Morrison es algo que siempre se me ha hecho difícil de explicar: no puedo decir que es mi amigo, porque jamás en la vida pude estrechar su mano o platicar un instante, las horas enteras de preguntas y comentarios que le pudiera haber hecho, pero al mismo tiempo siento una amistad entrañable entre nosotros; no puedo encasillarlo como el líder de The Doors, porque sería como cuartar su identidad, y aunque sé que la banda fue parte fundamental para su reconocimiento, el fue un eje primordial para el éxito de la agrupación; no puedo decir que es un ícono porque sería como faltar a ese deseo de jamás ser encasillado y no puedo decir que era mi cantante favorito, porque en realidad no lo fue; aunque su voz fue lo primero que, por obviedad, escuché de él.
James Douglas Morrison, Jim, fue un ser irrepetible, con una esencia que hasta el menos perceptivo la reconocía, con una fuerza en la palabra que lo hacía ser escuchado hasta por el más obstinado, fue insolente con lo establecido, ¡y qué bueno! A veces lo establecido es más insolente con el libre albedrío ¿Fue un loco? Seguro que sí, los llamados `locos´ son imprescindibles para el mundo, ya que sin ellos, mucho del talento permanecería en la penumbra.
El siempre recordado Jim fue un poeta cáustico, un vocero de la libertad y del libertinaje, un portavoz de los que no se atrevían a expresar su sentir, un Chaman melodioso que intoxicaba con talento puro, casi etílico, al Satus Quo, un individuo sobresaliente de su época entre miles de artistas talentosos, un líder psicodélico de opiniones profundas, un genio incomprendido creador de odas para las multitudes, un hombre de carne y hueso que llevó una vida de letras, música y excesos que hicieron de su persona un ser para la inmortalidad…



¿Un mensaje para Morrison?



Ya lo sabe: “Un año más para recordar que ya no estás con nosotros y tan sólo un momento más para darnos cuenta que estarás siempre al alcance del afortunado que se dé el tiempo de conocerte. Hace ya 40 años que cruzaste las puertas de la eternidad e hiciste más impetuosas las de la percepción.”
Nos veremos algún día en lo desierto, en la cima de aquella duna que pareciera desvanecerse como un espejismo al ritmo del Blues. Ahí estarás tarareando canciones y recitando poemas, imaginando como sería un mundo en donde la expresión jamás fuera coartada y siendo del otro lado de la vida un ser más vivo que nunca...



Alex VC

jueves, 16 de junio de 2011

Acción Anti Deportiva ©

(“Cuando se mofen de tu esfuerzo aprieta el paso, por lo menos dejarás de escuchar las risas…”)

Aquel día comenzó puntual a las 12:00 AM, en ese preciso momento en que la gente normal reposa después de un largo día de actividades, cuando el silencio deja de ser una excepción en esta complicada ciudad y cuando algunos nocherniegos hacemos oídos sordos a los sabios consejos del descanso. Cualquier persona en sus cinco sentidos comenzaría el relato con el temprano despertar, pero mi juicio dejó de ser sano cuando alcancé la adolescencia y conocí los excéntricos placeres del tardío pernoctar.
Llegó la media noche, y como ya es costumbre, estaba más despabilado que un catador de café. Miré hacia todos lados como buscando entre la vigilia una solución al absurdo y recurrente problema del extravío nocturno de las pertenencias: cuando se es despistado, se suelen perder de vista objetos, por unos minutos, antes de hallarlos sin esfuerzos sobrehumanos de por medio, cuando se es un completo pelmazo, pueden pasar horas antes de encontrar el maldito control remoto, a la vez que el sueño y la razón se esfuman sin dejar rastro. Una vez hallado el artefacto, me decidí por la televisión, que no es algo que me quite el sueño, pero debo de reconocer que tiene un encanto especial cuando no se tiene absolutamente nada mejor que hacer. Previo a enfocar hacia la pantalla chica leí por un buen rato, cosa que sí me quita el sueño, pero facilita el poder soñar despierto; interpreté algunos mal logrados acordes, y rato después, culminé el texto nocturno con éxito —actividad que a diario contribuye bastante con la trasnochada—. Una vez logrado el rito del desvelo, me dirigí hacia el aparato receptor con el único propósito de encontrar algo que trabajara a la par de la somnolencia: a esas estólidas horas es raro encontrar programación decente, pero el aburrimiento sirvió de arrullo y los ecos cariocas de los infomerciales religiosos resultaron ser como canciones de cuna para mis oídos. Alcanzando las 2 de la madrugada, y después de ejercitar al ocio con el entretenimiento, caí rendido apenas unas horas antes de sonar el despertador y tener que ejercitar las carnes con las galopadas.
Terminó la pausa de unas horas de sueño y el escribidor despertó lindando las 7:40 de la madrugada, o séase, exactamente 40 minutos después de haber acallado con violencia al despertador y en el preciso momento en que el camión de la basura hizo su aparición acompañando con campanazos al sol quien se asomaba de entre los edificios para recordarle a los miles de holgazanes que ya iba siendo hora de levantarse. Con los claxonazos de fondo, y en una reyerta casi interminable entre la haraganería y el sentido común, este último salió herido, pero victorioso, logrando liberarme del colchón con el almohadazo incólume en la testa.
Si existe algo con lo que nunca en mi vida he sabido lidiar es con el hecho de levantarme al alba, y mi bendita costumbre de velar, lo hace una práctica casi quimérica, por lo que me despojé, como pude, de las cobijas —y de las lagañas—, y en un acto de inaudita fortaleza, me puse de pie, aún con la conciencia todavía a medias, al momento en que el televisor se encendió, como poseído por una extraña fuerza, haciéndome saber que la primera alarma del día no cumplió con su cometido y que, por más que me hiciera el desequilibrado, era momento de embutirse en los pants e ir a practicar el ejercicio que no hice en 15 años.
Desde hace ya algún tiempo, por fin, creé en mi persona una conciencia de respetar, aunque sea por escasos momentos, a mi cuerpo y decidí dedicarle algunos cuidados necesarios para la rebasada década de los treinta: Dejé de fumar, actividad que era uno de mis deportes favoritos, y la cual, realicé por casi 3 lustros con resultados estúpidos y bastante perjudiciales para mi condición física; además, logré mantener una rutina, bastante humilde, de ejercicio cardiovascular con secuelas desafortunadas para mis ya extintos kilos de más, y aunque estoy lejos de ser una barita de nardo, estoy próximo a lo que podría ser mi peso ideal —cosa que es desconocida para mí— y el trotar a paso moderado, algunos días de la semana, ha sido de gran ayuda para no sofocarme al tercer escalón y evitar ser confundido con “Pistachón Zig-Zag”.
Una vez caracterizado de deportista —papel que jamás en mi vida he interpretado dignamente— salgí a la intemperie con la luz de las 8 de la mañana, y una fiaca que era mucho mayor a mi sobrepeso, dirigiéndome a regañadientes hacia lo que parecía ser la peor de mis penitencias: la ventaja de tener a unas cuadras Los Viveros de Coyoacán es que la cercanía facilita el complicadísimo proceso de aceptación al ejercicio, la desventaja, es la problemática de inventar un pretexto creíble cada vez que recibes la corrosiva pregunta de: “¿Porqué no viniste ayer?” por parte de los que frecuentan el lugar con exageradísima disciplina.
Por alguna razón, que ignoro, llegué avispado a lo que, minutos atrás, parecía ser un gran desafío. Ahí me encontraba, recargado en el mismo árbol de ramas pobladas de ardillas y en cuya sombra realizo la calistenia necesaria para no acalambrarme a la mitad del recorrido y así evitar ser el hazmerreír de los visitantes quienes se sienten atletas de alto rendimiento por el simple hecho de utilizar ropa deportiva. Inmediatamente después de hacer algunas repeticiones y estiramientos, que para el ojo ajeno seguramente fue como una coreografía aberrante de lo que es estético, me aproximé con decisión hacia lo que sería mi paseo por el purgatorio. Estacionado frente al letrero de 500m, y sintiendo una extraña algarabía en las rodillas, imaginaba lo que sería el inicio de una travesía de 3 kilómetros de trote, jadeos y rezongos. Recuerdo el primer día en que llegué a este mismo lugar y comencé con lo que creí sería un camino sencillo hacia la meta de ser más cuidadoso con mi salud: a los 200 metros, sentía que el corazón se me iba a salir en alguna de las expectoraciones, empecé a hiperventilar como enfermo y a sudar como una gorda dipsómana mientras sentía que le prendían fuego a mis pantorrillas; lo único que refrescaba mi empalidecido rostro eran las lágrimas que no paraban de escurrir y los insultos a la vida eran lo único que salía de mi sofocada boca. Todo esto, por supuesto, frente a las decenas de concurrentes quienes me miraban como presenciando el más fachoso de los espectáculos. Hoy en día puedo comentar —todavía no hay cabida para la presunción— que logro dar hasta 2 vueltas a la pista, lo que me da una infinita satisfacción, pero no quiere decir que a la mitad del trayecto no sigo alimentando el morbo de los que profesan que me va a dar un infarto…
Ahí estaba el Cronopio de los corredores, programando las canciones del aparato de música y con el arrepentimiento a flor de piel. Antes de dar el primer paso, esperé a que se despejase un poco el arrancadero, para así, intentar hacer el mejor de mis inicios. Respiré profundo como aceptando lo inevitable, y sin pensarlo demasiado, comencé con el pie derecho, y a medio vapor, con mi nada afanosa rutina: Para los que no tenemos todavía un amor enloquecido por el ejercicio, el principio de la carrera es lo más complicado, ya que cualquier evento que suceda alrededor, puede significar un pretexto perfecto para terminar de tajo con el entrenamiento y emprender la cobarde huída hacia los tacos de canasta que cruelmente están colocados en las inmediaciones del lugar.
Mantuve el paso firme por unos metros, y aunque trataba de mantener la mente en blanco, los pulmones se percataron de que algo raro estaba sucediendo. Ya por el primer kilómetro, y después de sentirme una gacela rebasando a las personas de la tercera edad, la realidad había sido aceptada, y con la resignación como anabólico, me conservé el trote deseando que el tiempo fuera más veloz que mis pasos. Al ritmo del crujir de las rodillas, y con el corazón todavía en su lugar, me encontré en los linderos de lo que era el segundo kilómetro por cumplir. Dicen que la mente lo puede todo, y entre esas cosas, también es capaz de destruirte: Si utilizo los audífonos es para evadir la realidad y el entorno, ya que cada vez que me entero de la distancia, el cerebro comienza a mandarme señales de paro, por lo que el darme cuenta de que apenas había recorrido un kilómetro me hizo deliberar que no iba ni a la mitad de mi meta, lo que me hundió en una fugaz depresión. Afortunadamente para la poca dedicación, el sistema aleatorio del aparato auditivo, hizo que apareciera “Back In Black” en mis oídos, lo que me produjo instantáneamente las endorfinas suficientes para seguir adelante varias zancadas y pasar, casi sin darme cuenta, frente a lo que se convertía en la mitad del recorrido.

Cuando iba alcanzando el segundo kilómetro y las primeras lágrimas se perdían entre el constante sudor, de entre las veredas, se dejó venir una desbandada de jóvenes entusiastas del Fútbol andando a toda velocidad, como si aquello fuera posible para todos los asistentes: eran un poco más de una docena de ellos, con uniformes en color amarillo y azul y de edades no mayores a los 18 años, pasaron como potros desbocados empujándose los unos a los otros, golpeándose entre ellos como en esa brusca edad se acostumbra y como si los carriles de Los Viveros fueran del tamaño de los del Autódromo Hermanos Rodríguez; lo que causó mi ira, ya que en un esfuerzo sobrenatural de mi parte, tuve que apretar el paso para hacerme a un lado: desgaste monumental de segundo y medio que casi me impide poderla contar.
Cuando uno no es el mejor de los deportistas se recomienda evitar aproximarse a los carriles considerados como rápidos, y en caso de ocuparlos, no es conveniente mantenerse en estos por más de 10 metros, pero las reglas “no escritas” del buen deportista deberían de tener un capítulo entero acerca de la comprensión y misericordia que se debería de tener a los atletas parsimoniosos. Conozco el entusiasmo de aquellos jóvenes practicantes del deporte de la pelota, pues hace no demasiados lustros tuve esa impetuosa edad, y entiendo que el mejor de sus desempeños es importantísimo para ser considerados como posibles fuerzas básicas del mejor equipo del Mundo —“Las Águilas del América”—, pero eso no les da ningún derecho a irrumpir en el malhecho esfuerzo de las personas, quienes suficiente tenemos con el martirio de hacer ejercicio en contra de nuestra propia voluntad.
Después del trago amargo —que ojalá hubiera sido de agua de horchata—, y cortando mañosamente una curva por entre los matorrales, me encontré frente a lo que era el último tramo de mi desconsuelo. Con un repiqueteo de lo más anormal en las piernas comencé a darme cuenta, con inquietud, que los corredores más lentos que yo, y a quienes había dejado atrás, se aproximaban cada vez más, y que varios chiquillos y ancianos quienes paseaban con bolsas de cacahuates en las manos comenzaban a rebasarme. Aún me faltaba poco más de 1 kilómetro para lo que parecía ser una faena titánica, y lo peor del caso, era que no se veía por ningún lado alguna hermosa damisela quien sirviera de musa para inspirar al peor de los atletas. En vez de eso, había un montón de sujetos cercanos a al medio siglo —y a lo grotesco— quienes creían verse sublimes utilizando atuendos entallados que ni a una escultura de Miguel Ángel se le verían bien. Recordemos que por más que la gente pueda tener cuerpos atléticos, la premisa siempre será la misma: “La única persona del sexo masculino que puede utilizar licras es Batman”. En el caso de estos personajes de la vida real sus disfraces los hacían parecerse más al Pingüino, por lo que procuré fingir no haber visto nada y me concentré en el camino de tezontle para evitar futuras imágenes infames. Al no haber panoramas hermosos a mi alrededor, seguí de frente buscando de entre el soponcio un segundo aire que me ayudara a conseguir mi empresa, y a manera de método de autoengaño, pretendí estar a sólo 100 metros del final para evitar, a toda costa, que alguna cortesana, hasta ese momento ausente, me viera gimotear.
Me encontraba en la última recta, a 500 metros de lograr callarle la boca a la languidez. Con los tobillos más hinchados que una señora embarazada saqué fuerzas de flaqueza, y con ese ímpetu que a veces aparece antes del desmadejamiento, seguí marchando como pude tratando de esquivar a los contingentes que gustan de caminar bloqueando todos los carriles y a los trotadores odiosos a quienes les fascina correr en sentido contrario —si lo que les urge a estos individuos es atención, entonces, deberían mejor correr en el Viaducto—. Casi ya sin aire, debido a la resequedad nasal, y con la pesadumbre en las extremidades, alcancé a ver con los ojos vidriosos lo que era el colofón de mi suplicio. Cada metro significaba estar más cerca de parar, pero cada paso era tan difícil como describir con sudor la gloria y el infierno. Lo único que me pudo impulsar para seguir y no desplomarme como el Hotel Regis fue el aborrecimiento deportivo hacia los que ya me habían rebasado más de dos veces y hacia los que después de dar varias vueltas se veían tan frescos que los mangos del carrito de la fruta. Caminando más lerdo que un nonagenario llegué, casi a rastras, al final de mi ignominiosa diligencia. Con desesperación disfrazada de falsa ecuanimidad traté de recuperar el aliento robándome el aire de los demás. Caminé otros 100 metros entre las veredas para que el corazón regresara a su ritmo normal y para poder sollozar sin disimulos en el aislamiento. Una vez terminado el bochornoso espectáculo regresé, ya más desahogado, al árbol poblado de ardillas para realizar los estiramientos finales mientras fingía ante la muchedumbre haber disfrutado lo que había ocurrido. Después de otra coreografía caricaturesca a la sombra del pirul, me dirigí triunfante hacia el puesto de jugos para recoger mi laurel. Después de medio litro de néctar de toronja partí con dolor de huesos hacia mi hogar pensando que mañana sería otro día, pero con un inicio no muy distinto. A la misma hora, y en ese mismo lugar infernal de entrenamiento tendría que estar de nuevo presente para quemar el mismo número de calorías, y para volver a transformar la acción de correr, en una acción antideportiva…

Alex VC

viernes, 3 de junio de 2011

The Cars: Sad Song (Una Carrera Hacia Los Orígenes) ©




Existen fórmulas que nuca dejan de ser efectivas, ni siquiera después de haber permanecido demasiado tiempo en el baúl de los recuerdos. El mundo de las melodías, cada más pletórico de novedades, frecuentemente suele hacer pausas inteligentes dentro de sus proceso creativos para conmemorar a aquellas épocas que fueron de gran ayuda para orientarlas por el camino del éxito. Esta vez, el Rock &Roll disminuye la velocidad para rememorar a esa fórmula que concibió al New Wave como un movimiento importante para su desarrollo, e hizo de The Cars una de sus bandas por excelencia.
La agrupación norteamericana reaparece después de una larga ausencia para hacer uso de los sonidos de antaño, esos que nunca se perdieron entre los recovecos de la música, aquellos que fueron fundamentales para colocar al otrora quinteto en la preferencia del público y que los mantienen, hoy en día vigentes, después de más de 30 años de haber emergido. Los miembros sobrevivientes de The Cars lanzan al mundo “Sad Song” después de un extenuante recorrido por la solitud, la experimentación y hasta el fallecimiento, para estacionarse por tiempo indefinido en los orígenes y lanzar su nueva obra cargada de ese combustible que tanto añoraban sus seguidores. El sencillo, como salido de esa arca de remembranzas, sirve a la perfección como preámbulo de su nuevo material discográfico (Move Like This), no solo por su calidad, sino, porque incita a los sentidos a querer saber más de su propuesta. La canción no necesariamente evoca a la tristeza, pero hace recordar que Benjamin Orr no se encuentra más en las líneas del bajo. Tampoco es una canción absolutamente alegre, pero sí repleta de ritmos y sonidos que invitan, de manera inmediata, a la agitación. Como consecuencia de los sintetizadores y las guitarras está el transportarnos a la consolidación del grupo, y el escuchar detenidamente, hace que la voz de Ric Ocasek se escuche como salida de un vinil de los 80´s. La atmósfera que provocan los acelerados bits se desentiende un poco de la lírica, y aunque los sonidos se alejan de cualquier esquema actual, para los oídos resulta sumamente familiar. The Cars está de regreso para beneplácito de miles alrededor del planeta y su fórmula se conserva exitosa, como lo fue en sus inicios. Los de Boston lograron captar, una vez más, la atención del medio musical, aún después de dos décadas sin presentar un nuevo disco. El ahora cuarteto está de vuelta como si no hubiera pasado nunca el tiempo y como si las segundas oportunidades estuvieran a la orden del día. Su talento está de nuevo al alcance para los que lo deseen disfrutar y el resultado de su nueva empresa fue el acostumbrado: Una victoria más.

Alex VC

martes, 24 de mayo de 2011

A Bob Dylan en su cumpleaños 70:

El tener la mitad de tu edad nunca fue impedimento para disfrutar de tu música, por el contrario, mi juventud y tus canciones forjaron una amistad tan grande que, a veinte años de distancia, sigue tan fuerte como tu voz y mis ímpetus de aquellos tiempos. Siempre he dicho que el descubrir tu repertorio no fue obra de la casualidad, sino del tiempo. Era solamente cuestión de genética el ser admirador de tu talento, ya que mis antecesores hablaban de ti una década antes de que yo viniera a este mundo. Hoy que dejé de ser un adolecente, pero que como tú nunca seré un viejo, escribo en papel lo que has significado y toco en guitarra lo que me has regalado. Si cada joven a la edad de 12 años pudiera toparse con tu talento, la música cumpliría en ese instante con su cometido en el mundo, y si la canción pudiera ser “The Times They Are A-Changing”, entonces, todos entenderían que mi comentario jamás podría ser exagerado. En este día tan tuyo, y tan especial para muchos, te dedico tu propia canción, ya que la mejor manera de homenajear a alguien como tú, es con una canción como esta:


martes, 5 de abril de 2011

Manejando el Estrés © (Primera Parte)


Las eternas obligaciones que por fortuna se acumulan para beneplácito de la economía y el apetito, esta vez, me exigen visitar una colonia que se ubica por allá por la zona norte de la ciudad. El tramo es exagerado para lo cotidiano, lo que significa que seguramente estaré fuera por varias horas del terruño que con frecuencia me ve deambular. Por momentos la apatía se adueña del cuerpo, pero la responsabilidad sale a flote —no sé de dónde— como un mecanismo de defensa para la amargura, o tal vez, como un consuelo estúpido de esos que abundan en México. Al final de las odiosas cuentas, se tiene que llevar a cabo el extenso traslado, y aunque la pereza se encuentra muy por encima del sentido del compromiso, la resignación termina por decidir el porvenir. Me decido, entonces, para llevar a cabo mi empresa y enseguida apechugo meditando:

Para muchos pobladores de esta hermosa y caótica ciudad, el hecho de dirigirse a lugares retirados del rumbo habitual podría provocar desánimo —y me incluyo—, pero cuando dejamos de lado los pucheros y enfrentamos el infeliz hecho con espíritu aventurero, la travesía, por muy tempestuosa que esta pudiera llegar a ser, nos podría dejar una gran enseñanza para la experiencia y una lección invaluable para lo que queda de la paciencia. La constante negación a realizar grandes travesías en el Distrito Federal puede ser debido a que los tiempos de trayecto dejaron de ser calculables desde hace muchos años. La densidad de población, el constante incremento del parque vehicular, así como la creciente incultura vial han provocado que las “horas pico” dejaran de existir como tal para convertirse en un cúmulo de tiempo medible en horas semáforo, horas marcha u horas Obra Pública. Otro dato que hace más simpático el circular por la selva de asfalto es que en algún tiempo sabías perfectamente los horarios en que el tráfico comenzaba a alborotarse, así como las rutas alternas para evitar los horrorosos congestionamientos viales, y hoy en día, “La Hora Pico” dura lo que el ciclo solar y las vías alternas o rápidas han sido incluidas en el compendio de leyendas urbanas de nuestra cultura popular, por lo que el sufrir de embotellamientos en las calles y avenidas de esta conflictiva comarca es casi inevitable.

Aunque para muchos la Ciudad de México es intolerable, algunos audaces hemos aprendido a vivir con los inconvenientes que a diario suceden en las grandes orbes, con el exceso de vehículos públicos y particulares en las calles y con las saturadas vialidades capitalinas. Si pudiera existir un lado bueno del caos metropolitano sería que el tráfico te puede proveer de tiempo para hacer nuevos amigos de los conductores que comparten tu desgracia o de descubrir, si es que tienes la suerte o la iniciativa, las maravillas que muchas veces se ven opacadas por las inclemencias que trae consigo la urbanización descontrolada.

Hay aspectos que no cambian, y no porque sean necedades, sino porque son de gran ayuda para evitar la fatiga y echarle la mano a la relajación: El que es sureño se desenvuelve, por lo general, cerca de esa zona, y el que vive en el norte hace lo propio con el propósito de evitar esos aburridos y tediosos trayectos de los que hay tantos en la Zona Metropolitana. Pero existe un lado amable al recorrer la ciudad, y es que durante esa cotidiana acción, algunas veces, llegas a toparte con lugares que tal vez ni en un millón de años visitarías por iniciativa propia, pero que valen mucho la pena conocer, y aunque perderse en esta inmensa ciudad puede ser dificultoso, también puede resultar informativo y bastante ameno.

Algunos de los trabajos que he realizado en mi vida me han requerido el recorrer gran parte de la extensión de esta enorme localidad, así como un tanto del interior de la República. Puedo presumir, en kilometraje, que he recorrido casi desde Topilejo a Tepotzotlan y prácticamente de la salida a Toluca a la de Puebla conociendo varios de los sitios importantes de la metrópoli, así como recovecos pintorescos de esta gran orbe que gente que me dobla la edad no tiene ni la menor idea que pueden existir.

En lo personal, me considero uno de esos ruleteros de corazón que rara es la ocasión en que se llegan a perder, ya que el constante trajín me ha provisto de la orientación necesaria para reconocer casi cualquier latitud en donde me encuentro, y los constantes recorridos me han facilitado de las herramientas viales adecuadas para encontrar siempre el camino correcto. Aunque no puedo decir que conozco a la perfección el plano de la ciudad, soy de esos andariegos orientados que logran salir avante de casi cualquier percance citadino y de esos raros peregrinos que saben llegar a su destino, en casi cualquier medio y prácticamente en cualquier punto de las diez y seis Delegaciones y Municipios conurbados. Y no es que su servidor sea superdotado, es que para ser orientado solamente se necesita ser un poco observador y tener “buen diente”. La memoria tiene mucho que ver con nuestros gustos y preferencias, si algo es de tu agrado se queda en tu mente instantáneamente, por lo que si recuerdas, por ejemplo, la casa de aquella encantadora fémina que tanto visitabas es casi imposible no saber regresar a ese rumbo; si te divertías como enano en algún parque o en alguna casa que solías acudir, es difícil olvidar sus paraderos; si solías jugar o vagabundear por aquellos parques llenos de árboles y estatuas de gente desconocida para ese entonces, estos se convierten en una excelente guía en la actualidad; y si eres de los que se detienen a comer en casi cualquier lado, rara será la ocasión en que te sientas perdido o hambriento en este enorme territorio.

Los monumentos históricos, las cantinas y las taquerías son de lo que más común en esta atractiva ciudad, así es que si conoces una buena parte de estos típicos puntos de referencia, por más que sea inmensa La Capital, será difícil extraviarse del todo. Dudo que haya alguien que conozca todos y cada uno de estos sitios, pero si hay alguien que se acerca a ese espinoso título, sin duda es mi abuelo, a quién le tengo que agradecer mi amaestrado paladar para comer prácticamente lo que sea que me pongan enfrente y el poder haber conocido cuanta taquería y cantina aparece en el Mapa Político de la Ciudad de México. Por todo lo anterior, si algún día circulan por algún sitio desconocido para ustedes, con toda la confianza pueden marcarme y encantado les aconsejaré cómo salir de su infortunio y en donde pueden detenerse a mover el bigote.

Consejo útil para el que decide merodear por esta culinaria patria: Si se sienten perdidos en alguna zona de la ciudad, acérquense a la taquería o comedor que presente la mayor concentración de personas; la mayoría de las veces la cantidad de comensales es directamente proporcional a la calidad del taco, y de entre la degustadora multitud, casi siempre aparece un taxista bienintencionado quien te puede guiar a tu destino.

El alma de chafirete lo heredé de ambos lados de la sangre, ya que tengo un progenitor que sabe a la perfección salto y seña de la Guía Roji y una abuela materna que parece que la diseñó, por lo que desde infante aprendí a conocer la ciudad y sus enredosas vías de comunicación. Desde que era un mozalbete solía acompañar a mi padre a cualquier lado que su oficio lo llevaba —que por lo general era hasta casa del demonio—, y desde muy niño, acompañaba a mi abuela por varios puntos del D.F. y Área Metropolitana todas esas incontables veces en que mi amada antecesora tenía que adquirir algo para la casa — que por lo general era algo bastante extraño y se encontraba en lugares demasiado estrafalarios— o cuando la bisabuela quería salir a dar un paseo por las complicadas calles que conforman la red vial, por lo que el andar por la ciudad es tan común para mí como el respirar para todos los demás. Recuerdo que alcanzando apenas la adolescencia, y sin edad propia para manejar, un gran amigo y este andarín nos aventurábamos, con el método de transporte que estuviera a nuestro alcance, desde el bello Coyoacán hasta la extravagante Zona Rosa —que en aquella época era como viajar de Chetumal a Tijuana — con el pretexto de conseguir los discos de nuestros grupos preferidos, pudiendo ir perfectamente a un centro comercial más cercano a nuestra ubicación. En aquellos ingenuos días pensábamos que sólo en aquella tienda de discos que se encontraba en esa zona hallaríamos las cosas novedosas y raras que tanto llamaban nuestra musical atención, pero creo que también influía algo el hecho de ser “Pata de Perro”. Otras veces, y en compañía de amigos adoradores del merodeo, emprendíamos traslados en bicicleta hasta la recóndita Colonia Condesa para visitar a conocidos a quienes pudiéramos atosigar o a alguna que otra niña guapa a la cual pudiéramos acosar. Alguna osada ocasión nuestra ociosidad nos llevó hasta el remoto Centro Histórico, cosa que fue muy recreativa, ya que descubrimos varios lugares desconocidos y una línea del Sistema de Transporte Colectivo “Metro” que recorría la ciudad de sur a norte por la superficie. Las extremas idas de pinta eras más disfrutables cuanto más lejano fuera el destino para haraganear y el corazón palpitaba mejor al tener que regresar a casa batiendo todo tipo de marcas para evitar levantar cualquier sospecha que nos pudiera delatar. Prácticamente era cosa de todos los días el deambular por las distintas colonias que conforman el Distrito Federal, y por lo general, el método utilizado para tan gustosa actividad era el de “a pincel”, y aunque algunos de mis pequeños amigos potentados contaban con un chofer a su disposición, estos preferían aventurarse, como la vida se los daba a entender, con este vago servidor quien desde la Escuela Primaria ya tenía los arrestos para ¡regresarse solo a su casa! —En esos inmaduros tiempos, el cruzar caminando el Centro de Coyoacán para llegar en menos de diez minutos al hogar era motivo de respeto y admiración para los de edad temprana—. Cuando llegó la época de tener permiso para conducir, o en su defecto para robarse el coche, fue cuando de verdad la familia no veía ni una partícula de nuestro polvo. El conocer por fin el reglamento de tránsito y el contar con un motor para los traslados, hacían de la vagancia algo más allá de lo deleitable. Los malabares en los transportes públicos, el dolor de pies, y los largos y riesgosos trayectos en bicicleta —algunas veces iban trepados más de dos en el velocípedo—, en ese momento eran cosa del pasado, lo que ayudó en gran parte para conocer más lugares exóticos e incrementar nuestro nivel de holgazanería. Hubo experiencias malas, claro que las hubo, pero en la gran mayoría, la Ciudad nos dotó de aventuras inolvidables y de grandes experiencias que hasta la fecha recuerdo con apego. Hoy que me encuentro en la etapa adulta, de vez en cuando suelo repetir algunas de esas niñerías con el propósito de jamás olvidar de ese travieso vago cuyas únicas preocupaciones eran la música y estar todo el día en la calle.

Lo peculiar de esta gran Ciudad de Los Palacios y las obras públicas es que nunca hay escases de asombro, ni tiempo para analizarlo demasiado. Es como aquel cajón de la infancia, el cual por más que lo esculcabas, nunca dejaba de salir un artilugio idóneo para el entretenimiento. Pero así como en la ciudad, el tiempo siempre era contado, ya que en cualquier momento se aparecía la abuela para hacerte ver tu surte por andar de metiche esculcando en donde no debías.

A lo largo de la mancha urbana encuentras momentos insólitos, divertidos y a veces, desafortunadamente violentos, pero el cúmulo de situaciones la hace exaltante, porque creo que aunque las malas noticias están a la orden del día, nuestra cara alegre tendría que ser prioridad. La diferencia entre los tiempos añejos y la actualidad no sólo vendrían siendo las canas, sino la capacidad de sorprenderse, y es que hoy en día hay gente que es más fanática de la amargura que de las circunstancias, por lo que si no contrarrestamos las desventuras diarias que nos regala la Gran Capital, un mal día de estos nos puede dar algo por un entripado mal encaminado.

En el Distrito Federal hasta el más conocedor de sus rincones de vez en cuando se queda boquiabierto, y en la esquina que menos se imagina, y es que la mancha urbana es tan grande, y somos ya tantos los chilangos y paracaidistas, que cómo no habría de ser. Cuando manejas por la ciudad es normal que te desespere el tráfico o los percances viales, te llegas a sobresaltar debido a los conductores imprudentes y te logra sacar de quicio todo aquello que entorpezca las vías de comunicación, pero es entonces cuando se debe de recurrir a la memoria y a la imaginación. Ahora que tengo que visitar el Norte de la Ciudad significa que estaré fuera por varias horas mientras recibo los embates de las calles, pero también significa que está por iniciarse una nueva aventura o alguna nueva estupidez de mi parte que provoque el desperdiciar más de medio día en remediarla.

Ya en compañía de la música que me ofrece la radio y con mi café matutino como copiloto me encuentro en la diminuta disyuntiva de decidir cuál será la mejor ruta para mi próximo destino, pero sé que el tránsito vehicular excesivo me hará descubrir una nueva para recordar. Son exactamente las 11:03 A.M., lo que significa que tengo cincuenta y siete minutos para llegar puntual a mi cita y un poco más de dos horas para deliberar en dónde habré de almorzar. El sol se encuentra casi en su esplendor y el fandango citadino comienza oportunamente para musicalizar mis malditas ganas de manejar, pero rindiendo un homenaje a la entereza, piso el embrague con decisión y me hago a la idea de pasar medio día discutiendo con la realidad y retando a la imaginación. Ya son diez minutos los que han transcurrido en el primer semáforo, lo que me dice que es hora de darle otro sorbo a mi café y de encontrar la fortaleza suficiente para manejar el estrés…

Alex VC

jueves, 10 de marzo de 2011

Sencillo Y Nada Oscuro ©


(Reseña de “Under Cover of Darkness” de “The Strokes”)

Después de un lustro de ausencia regresan desde La Gran Manzana “The Strokes” con una nueva propuesta lista para poner a prueba los oídos de sus seguidores y de los que no lo son tanto. Marzo del 2011 fue la fecha escogida por la agrupación para el lanzamiento en tiendas de su nueva producción discográfica que llevará por título “Angels”, y de la cual aseguran sus miembros, surge uno de sus mejores trabajos creativos desde que decidieron colaborar en conjunto. Como un adelanto de esta esperada producción, se lanzó a nivel mundial el sencillo “Under Cover of Darkness”, el cual, funge como un sugerente flashazo previo al intento de la banda por deslumbrar a los escuchas con su nuevo disco. La canción elegida de entre la decena que compone el Track List surge como una premisa, aún en el aire, de lo que será el nuevo disco, pero llega como una promesa más que apropiada de reafirmar el estatus que posee la banda estadounidense como uno de los mejores representantes del Indie Rock. A exactamente diez años de su álbum debut, y de una etapa engalanada de logros importantes, “The Strokes” regresa con algo que pareciera ser un reencuentro con su esencia, con una canción que demuestra, en menos de cuatro minutos, que una década de éxitos musicales debe de ser homenajeada con compases y acordes perfeccionados, con esos ritmos y sonidos que fueron parte fundamental de esa inclusión en la preferencia de miles de personas, y con ese sello tan característico que resalta al momento de escuchar una pieza de su vasto repertorio. “Under Cover of Darkness”, destaca a todas luces como algo propositivo para el entendimiento y agradable para el oído, como energía pura para el deleite y emanada de sonidos enérgicos pero siempre melodiosos, como una retribución para todos aquellos propios y ajenos alrededor del mundo que esperaron pacientemente su nueva realización, como algo que la calidad musical exige de cualquier intérprete de esa jerarquía. La canción tal vez no está envuelta en la excelencia ni dotada con la perfección, posiblemente no sea algo de lo que jamás se haya escuchado con anterioridad por parte de la banda, pero eso pudiera ser la parte central del logro del quinteto. Eso que se escucha tan sencillo, que en papel y horas de trabajo tal vez no lo fue tanto, hace que la canción sea del agrado del que decide accionar el “play”. La canción puede tener la complejidad que la crítica decida adjudicarle, pero realmente es bastante fácil de escuchar; a lo mejor por el desempeño de la banda, por la calidad en la ejecución, o simplemente por la preferencia hacia la agrupación, pero el deleite se hace presente en cualquiera de estos escenarios y la curiosidad por escuchar el resto del disco vendría siendo el común denominador. Al unísono comienzan las guitarras con el compás de la batería, como exigiendo la atención desde la primera nota y el diálogo de las doce cuerdas convierten la introducción en un Riff difícil de desatender. Cuando la atención está captada aparece la garganta de Julian Casablancas acoplándose con la voz al gran momento y a la intención que tiene la melodía; a partir de ese instante la canción toma los sonidos como suyos y remonta la situación a la primera vez que se escuchó a “The Strokes” e invade ese sentimiento de euforia que han ocasionado a lo largo de tantos años. La canción está llena de ritmo y de beats que invitan a moverse de la manera en que se desee, y como ya es una agradable costumbre para la agrupación, de improviso llega el momento de calma acompañado con la guitarra de fondo para después volver a la cadencia. A lo largo de la canción, los oídos no son los únicos que la pasan bien, el cuerpo y las sensaciones reciben con los brazos abiertos a las notas. La lirica refleja rebeldía y algo de desfachatez, es probablemente un desafío entre la protesta y el regocijo, pero en conjunto con la música hacen de la pieza una gran propuesta. La banda vuelve a la escena con el lanzamiento de una canción no demasiado elaborada, pero retacada de sonidos poderosos. Con esas reminiscencias de “The Clash” pero con ese sonido único de “The Strokes”. La noticia del nuevo sencillo termina con las especulaciones que alguna vez surgieron de un posible rompimiento y la expectativa por escuchar el nuevo álbum es latente. Estos grandes músicos que alguna vez se formaron en Nueva York, pero que ahora forman parte del mundo musical, regresan con una propuesta de calidad; y de la mano de Joe Chiccarelli en la producción y Gus Oberg en la consola logran un trabajo que conmemora a la aptitud y a los orígenes.

Alex VC

martes, 8 de marzo de 2011

Hoy Por Ser Día De Mi Santo ©


Los pajarillos cantan desde muy temprano y no me queda más que agradecer a todo aquel que está en mi mente y ocupando un lugar en este homenajeado corazón. Desde llegada la media noche han comenzado las felicitaciones, y por ende, las alegrías de este día, que si para mí ya es especial, ustedes lo están haciendo inolvidable.

Por un lado me siento empachado de cariño al ver las tantas, y tantas, muestras de afecto de aquellas personas que me han hecho llegar sus mensajes y de las que me han dicho en palabras las frases que adornan mi día, y por otro lado, me siento más que afortunado al ver —como cada año— las toneladas de afecto que recibo en mi cumpleaños.

Hoy que el Rey David me canta las “mañanitas”, me toman desprevenido las treinta y cuatro primaveras, y no sólo por que el tiempo ha pasado volando como las cuatro palomas por toditas las ciudades, sino porque nadie me previno de lo que significa cumplir la mitad de la expectativa de vida en México. Aunque afortunadamente no me acerco siquiera a la senectud, si caigo en consideración que me alejo cada vez más de la adolescencia y más aún de la niñez; y aunque de vez en cuando actúo como si me mantuviera en la pubertad, y hago cosas inverosímiles que solamente a un mocoso imberbe se le podrían ocurrir, en este momento el tiempo repercute en mi persona y en mi manera de pensar de maneras misteriosas, y hasta ahora, desconocidas. ¿Será esto acaso a lo que la gente normal llama madurez? ¿Si se escribe así madurez, verdad?

Hoy que dejo atrás la edad de Cristo me sigo sintiendo joven y jovial y con exaltantes ganas de seguir acumulando años y amistades. Para fortuna de varios y a lo mejor para súplica de muchos otros creo que, a pesar de tener un Peter Pan en vez de un Pepe Grillo, empiezo a sentirme en el umbral de lo que es ser una persona adulta. Sé perfectamente que debí haber experimentado esto desde hace como diez años, pero pues siempre he tenido la bendita costumbre de no ser partidario de lo convencional, y aunque no puede ser esto de ninguna manera una excusa, creo que si pudiera ser una malversada explicación.

Hoy que formo parte de los “muchachos bonitos” que cumplimos años, no creo arrepentirme de nada, pues nunca he cometido un crimen, pero si la retrasada etapa adulta va a ser la mitad de entretenida de lo que fue la prolongada inmadurez, entonces tal vez me arrepentiré de haberme tardado tanto en alcanzarla.

Hoy que supero el tercio de siglo y que he hecho de mi vida un colorido papalote, espero por lo menos vivir otro tercio más para lograr otro cúmulo de gratas experiencias que me hagan una mejor persona. Hoy por ser día de mi santo, dedico el mismo a todas aquellas personas que se reparten mi querer a su antojo y que protagonizan la mayoría de mis mejores recuerdos.

Hoy que despierto y miro atentamente que ya amaneció, disfruto y me alimento de todas esas gratas congratulaciones que llegaron desde la madrugada y que siguen llegando hasta este agradable momento.

Hoy que también se celebra “El Día Internacional de la Mujer” quisiera ser solecito para entrar por las ventanas de todas ustedes féminas preciosas que han sido parte fundamental de este mundo. Una de ustedes me regalo la vida, y por todas las demás es que vivo la misma de la manera en que lo hago.

Sirva, entonces, este maltratado texto que mal escribí entre llamadas telefónicas, bellos mensajes y besos tronados, como una carta de agradecimiento, con todo mi cariño, para mi amada parentela que es basta y encantadora como pocas y para mis adorados amigos, que como siempre lo he dicho, son afortunadamente tantos y atinadamente míos.

Alejandro Villasana Carbonell (El niño, el adolescente y el casi adulto)

lunes, 28 de febrero de 2011

Sin Andarse Por Las Ramas © (Reseña del disco “The King of Limbs” de Radiohead)




Una vez más Radiohead hace uso de la innovación y echa mano de la tecnología para dar a conocer su nuevo material discográfico. “The King Of Limbs” lleva como título la nueva producción, y al igual que su disco anterior, el lanzamiento lo hacen desde su página oficial, ofreciendo la versión digital en formatos MP3 y WAV; listos para ser disfrutados —en minutos— en cualquier computadora o reproductor de sonido, así como una edición de lujo que consta de dos discos de vinil, un CD y material adicional a la orden de los coleccionistas y sus más fieles seguidores. Esta vez, la banda británica le pone precio a algo que pudiera ser considerado por sus incondicionales como una pieza invaluable e inaceptable de ser excluida de sus colecciones. La agrupación liderada por Thom Yorke regresa con bombos y platillos, con sonidos tal vez ajenos a sus inicios; pero ya familiares para sus procesos creativos y de la mano de esa necesidad de las masas por escuchar lo que trae consigo sus nuevas producciones. Sólo basta apreciar la demanda por el ansiado disco a apenas unos días de su lanzamiento, y las miles de visitas al video de su primer sencillo “Lotus Flower”, presentado a nivel mundial en Youtube, para considerar el álbum como algo digno de conocerse. El lanzamiento de “The King Of Limbs” es un hecho, y llega al alcance de millones de personas, no sólo como un mensaje de independencia para las compañías disqueras, sino como un agradable recordatorio para los oídos cada vez más acostumbrados a lo cotidiano. Solamente fueron necesarias ocho canciones para demostrar que, a la par de las nuevas propuestas de calidad dentro de la música, se encuentra Radiohead como esa esencia que se mantiene en el ambiente sin importar lo que suceda alrededor.
El disco comienza con “Bloom”: delirante introducción para un disco que llega cargado de sonidos benévolos e incesantes, lejanos a esa expresión belicosa que caracterizó a Radiohead en sus inicios, pero con esa inquietud que acompaña a sus propuestas recientes, como un deseo de encontrar nuevas formas detrás de los ecos y los efectos auditivos. En seguida, y casi como contraparte, llega “Morning Mr. Magpie”: podría ser la pieza que más invite a la euforia, pero en momentos sucumbe ante la ecuanimidad con la voz de Yorke y las líneas del bajo. Como tercer track se encuentra “Little By Little”: tema que provoca encontronazos de los sentimientos debido al vaivén de sonidos; como salida de un western del nuevo milenio y acompañada de placeres auditivos. Una buena opción para un segundo sencillo. La siguiente canción es “Feral”: el tratar de entender no es una opción, simplemente el escucharla sería la mejor manera de describirla y la opinión personal debería de ser su galardón. Para darle fuerza y promoción a este disco se encuentra “Lotus Flower”: canción por demás disfrutable y placentera, llena de sonidos pulcros y acompañada de una sutil voz que motiva a la mente y a los oídos a seguir gozando. Invita a lo alegre, a la relajación, a escucharla de nuevo. Después del momento agradable llega otro más con “Codex”: aquí los miembros parecen rendirle tributo a lo acústico, a las raíces de la banda, a ese piano que los ha acompañado por tantos años. Una canción que puede presumir ser de lo mejor del repertorio sin rozar siquiera los límites de la exageración. “Give Up The Ghost” se mantiene dentro del plano acústico, pero con sonidos distorsionados y adornada de Voces en Off, como un himno entre la realidad y la locura, como para disfrutarse en el lecho o el diván. La última escala del viaje es “Separator”: una fina pero pertinaz batería acompaña toda la canción e inspira a reconocer los demás sonidos que la componen. Las notas y las voces despiden de gran manera al momento dejando una sensación de curiosidad por descifrar todavía más los mensajes de esta talentosa agrupación.
Radiohead no sólo sorprende a todos al lanzar el disco veinticuatro horas antes del momento anunciado, sino también con la manera en que pueden hacer de ellos mismos, y de sus propuesta musicales, lo que mejor les plazca, dando cada vez un mismo resultado: sobrepasar con talento lo convencional.
El disco no engalana a su discografía como el mejor trabajo, pero sin lugar a dudas, la colección de gratos sonidos, y las atmósferas musicales lo hacen un disco de calidad. Radiohead parece separarse cada vez más de esa agresividad que tal vez le propiciaba la juventud, pero ofrece una producción llena de estética, que tal vez, trajo consigo la madurez. “The King Of Limbs” es un disco para disfrutarse en la comodidad, no tanto para hacerlo en la celebración. La lírica se acerca más al desahogo, que a la melancolía, y su propuesta musical atrae de inmediato al gozo. A casi dos décadas de su primer álbum, Radiohead ofrece uno más reciente, con ese sello imborrable y tomando con firmeza el estandarte que la música alternativa hoy en día les confiere.

Alex VC