miércoles, 31 de agosto de 2011

El Parnaso (La Guarida Del Coyote) ©







El hombre es un animal de costumbres, lleno de virtudes y atiborrado de defectos, pero si en algo se distingue dentro del reino animal, es que consigue tropezar con la misma piedra un par de veces y que tiene la maravillosa capacidad de raciocinio; aunque a veces sólo es en contadas ocasiones. Ese llamado raciocinio nos facilita, desde temprana edad, el aprender de lo que nos rodea para utilizarlo a nuestra conveniencia, para ir acumulando información y conocimientos necesarios en la mente y para evolucionar avivadamente; y también está, por supuesto, la parte en donde lo utilizamos como fuente de hacer el mal y para llevar a cabo estupideces al por mayor; sin embargo, siempre habrá tiempo y esperanza de mejorar como especie.
Desde que somos niños identificamos lo que nos gusta y lo que nos desagrada, y, a medida que pasa el tiempo, hay quienes se vuelven afines al estudio, al deporte, al arte, o a los placeres mundanos. Algunos, durante el sinuoso camino formativo, logramos llegar a la etapa adulta haciendo una especie de mezcolanza de todo lo anterior acercándonos un poco al eclecticismo, pero alejándonos bastante de la razón. En mi caso, y desde que llegué a importunar a mi estirpe, he vivido rodeado de historias, asediado de cariño e impulsado para realizar lo que me llamaba la atención. Tuve la fortuna, desde retoño, de disfrutar al máximo de la libertad, así como de las actividades que me llenaban de regocijo y afortunadamente tuve la cariñosa guía de mis mayores para estar siempre cercano a la sensibilidad y alejado lo más posible del libertinaje (detalle en donde a veces les quedo mal).
Llegando la primera década de mi vida desarrollé mi gusto por la música, y cómo no iba a ser, si fui fruto de una generación privilegiada con melodías llegadas del Reino Unido y esa inigualable Ola Inglesa de la que tanto hablaban se seguía escuchando en aquella década de los setentas que se engalanó con mi nacimiento. Cuando alcancé la pendenciera adolescencia, mi progenitor me hizo uno de los mejores regalos que se le pueden hacer a un joven, quien teniendo a Dan Marino y a Ayrton Senna en las paredes de su habitación, tenía a Eric Clapton como el mayor de todos sus ídolos: una guitarra eléctrica preciosa, azul metálico e importada directamente desde la calle de Mesones en el Centro Histórico de la Ciudad de México. Este instrumento de cuerdas, el cual conservo como una de mis más preciadas pertenencias, ayudó mucho a hacer de la música una coautora de la banda sonora de mi vida.
Casi de la mano de la música, y gracias a otro querido miembro de la familia, comenzó mi historia con la bibliofilia, y es que una cosa iba con la otra: el hermano más joven de mi progenitor (quien ha leído desde que supo hacerlo y ha escuchado música desde que percibió la grabadora del quirófano) y aquí su fiel tecleador solemos departir con gusto, cuando la distancia nos lo permite, y es rara la ocasión en que nuestros encuentros no culminan en horas enteras de pláticas melómanas y discusiones literarias. Este personaje de mi vida, quien me ha instruido en esos alegres menesteres desde que tengo recuerdos juntos, me hizo un inolvidable obsequió que se convertiría en el primer libro que leí en mi vida y en otro de mis grandes tesoros: la novela de “El Guardián Entre El Centeno” de J.D. Sallinger, obtenida directamente en el número 2 de la Calle de Carrillo Puerto, de una casona de fachada de cantera y tezontle en la esquina del Parque Centenario de Coyoacán, de una librería que hasta hace muy poco tiempo, llevó por muchísimos años el nombre de El Parnaso…
Mis recuerdos de este recinto cultual del sur de la ciudad vienen desde que apenas era un niño, y es que cualquiera que ha vivido en las inmediaciones del centro de Coyoacán, suele tener en la memoria las filas de personas hojeando y comprando libros en aquel lugar (cosa que en los últimos años sólo sucedía en las remembranzas), así como los aromas a café y tabaco que emanaban de las tertulias que sucedían alrededor de aquel lugar. Por allá por los impetuosos años ochentas, mientras que México era golpeado por las calamidades políticas, económicas y geológicas, yo siendo apenas un chamaco, recuerdo como si fuera antier la sección de niños del Parnaso, en donde sobraban los libros ilustrativos e interactivos, así como las increpadas corretizas con los demás chiquillos que permanecían en el establecimiento en contra de su deseos.
Ya para cuando llegaron los tempestuosos años noventas, y cuando la adolescencia se impactó violentamente en mi camino, fue cuando comencé a asistir al lugar por voluntad propia. Recuerdo que al salir de la secundaria era divertido ir a la sección de discos, la cual se encontraba en el que los rapaces de aquella época llamábamos “El otro Parnaso”, cruzando la calle de Carrillo Puerto. En ese anexo siempre habían artículos de mucho interés, ya que contaban con una pared repleta de los extintos ‘sencillos’, los cuales, eran valiosos para mi grupo de recientes melómanos ya que, por lo general, estos discos traían versiones en vivo o temas inéditos de nuestros grupos favoritos. Por esos tiempos fue cuando la lectura se cruzó por mi camino, desgraciadamente, el presupuesto que me era asignado lo empleaba en gastos ilógicos y compras bastante absurdas (los jóvenes de aquella época actuábamos como Secretarios de Hacienda) en vez de hacerlo en libros. Los recursos se iban en: discos, golosinas, niñas, guardarropa extraño o alipús, pero para mi fortuna, en la casa de mi padre había una enorme biblioteca en donde cualquier incipiente lector se hubiera quedado anonadado (suena feo pero así era), por lo que el tema de adquirir libros se limitaba sólo a caminar de mi domicilio hacia el de mi ascendiente.
Llegó el nuevo milenio, y con este, mi consolidación con la leída. Todavía estudiante universitario, y como buen animal… de costumbres, inicié la que se convirtió en una de mis favoritas. En mi irreverente etapa adulta logré conjuntar mi gran afición por los libros, con mi terrible devoción de hablar hasta por los codos, con mi alarmante adicción a la cafeína en un lugar que hasta hace poco tiempo era cómplice en la conclusión de mis tardes. Todavía en aquella década el Parnaso era un lugar reluciente, la gente entraba en caravanas hacia la tienda con el afán de encontrar clásicos y novedades del momento, y en una de esas tantas veces que fui parte de esa procesión, fue cuando descubrí el que sería mi escondrijo por excelencia. Un buen día de la prematura época de los dosmiles, salí con un libro recién adquirido del Parnaso y decidí sentarme un momento en la cafetería del lugar para poder hojearlo mientras tomaba la cafeína requerida por el cuerpo. Ese día era uno de tantos que había caminado por aquel sitio rumbo a mi casa, pero se convirtió en el primero de años enteros de muchos gratos recuerdos, muchas pláticas interminables y muchas páginas recorridas. No recuerdo cual fue el primer libro que leí en la cafetería, sería como recordar la primera vez que sonreí, pero recuerdo que no hubo una sola semana, que no estuviera fuera de la ciudad, que no hubiera asistido al lugar para tomar café en honor a mi vicio, platicar con los amigos para deleite del buen humor o leer horas enteras para desgracia de mis extintas posaderas.
Las tardes y noches en el Parnaso eran distintas cada vez: algunas se convertían en un gran momento de introspección en donde leía pensando solamente en lo que las páginas me platicaban, y en los momentos en que encendía el cigarro de ocasión, enseguida llegaban las estupideces que suelen fraguarse en mi mente para luego regresar a mi agradable rutina. Otras veces, se convertían en extensas pláticas que iban y venían de lo sublime a lo ridículo (estas últimas eran las más entretenidas) mientras aprovechábamos los momentos en que la risa nos lo permitía para darle un sorbo al café. Otras veces aprovechaba para estudiar o hacer labores de la escuela o el trabajo, cosa que era un reto porque siempre pasaba alguien conocido por saludar o llegaba alguien con quien platicar. Habían las veces en que me sentaba a escribir disparatadas interrumpiendo mi agradable actividad a cada momento para mirar hacia la fuente de los Coyotes, que no me canso de ver, o admirar el panorama repleto de paseantes que siempre engalanan el ambiente. Otras veces era simplemente para entrar a la librería y recorrer los pasillos echándole un vistazo a las grandes mesas llenas de de libros, así como los estantes de ambos pisos colmados de opciones para leer; y aunque en los últimos años eso cambió de sobremanera, los pretextos como una repentina lluvia para entrar a curiosear no cesaron hasta que el lugar dejó de existir como librería. Las tardes de visitar la cafetería duraron por más de 10 años hasta que un mal día, y sin aviso, cerraron el merendero para siempre y varios coyotes tuvimos que merodear por el centro de Coyoacán buscando, sin éxito, una guarida similar.
No había tarde, desde hace casi año y medio, que no pasara frente al Parnaso con la esperanza de que se hubieran arreglado las cosas y pudiera ver abierta aquella cafetería en donde el aire era más libre que cualquier otro lugar y en donde las mesas abofeteadas por el tiempo tenían una de las mejores vistas de la ciudad. Hace un mes que me encontré las puertas cerradas de la librería y me di cuenta que mi esperanza era, más que nunca, imposible. El lugar en donde adquiría libros desde jovenzuelo y la cafetería en donde hice incontables “horas nalga” se habían convertido en sólo gratos recuerdos para la colección.
En esa esquina en donde tantas veces di la vuelta encontré un espacio para entretener a mi mente cochambrosa y en donde podía olvidarme, por unas horas, de los problemas. En ese sitio repleto de historias tomaba un café que nunca fue exquisito, pero que tenía un sabor y un aroma que nunca pudo irse de mi recuerdo. Por ese lugar ya histórico deambulábamos los mortales: los que vivíamos cerca del lugar y gustábamos de visitarlo, los que venían de lejos pero gozaban del ambiente y lo hacían suyo, y deambularon también los que hicieron historia: Octavio Paz, Gabriel García Márquez, Carlos Monsiváis, Alejandro Aura, y tantos y tantos a quienes los cotidianos leíamos y admirábamos.
En ese lugar asediado por libreros, lectores, paseantes y jugadores de ajedrez, se hacía provechoso el tiempo: ese que pasaba como agua cuando platicábamos o leíamos, ese que en los últimos años se acumuló en las paredes y en el mobiliario, ese al que nunca pudieron contener. En los últimos años el deterioro era evidente y la escases de novedades y visitantes era innegable, pero la costumbre se mantuvo intacta hasta el triste día en que la clausura la detuvo para siempre.
En las contadas ocasiones en que utilicé el raciocinio identifiqué de inmediato al lugar con mi gusto. En esa terraza de toldo verde, que fue la primera en irse, me refugié por muchos años de la lluvia y de las inquietudes y en ese incomodo piso de piedra atranqué mi silla para siempre. A ese lugar cuya escalera para el baño era un reto bajarla, lo frecuenté siempre con agrado, y el peor de mis recuerdos es que nunca tenían Canderel. Ahí conocí gente llena de virtudes y atiborrada de defectos, quienes cada tarde me enseñaron algo nuevo y con quienes conviví en armonía, hasta que llegaban las elocuentes discusiones. En ese lugar en donde se leía y se platicaba también se oía de repente música y canticos tardíos, se escuchaban poemas y mentadas de madre y se percibían las voces de los que hicieron del recinto un lugar para el recuerdo.
El Parnaso soportó los embates del tiempo, de la indolencia y de la falta de lectura en México, pero no pudo con el destino, la avaricia y autoridades que gustan de apoyar al entretenimiento por encima de la cultura. Coyoacán pierde un lugar que promovía el arte y sólo el tiempo nos dirá en lo que se va a convertir. Pasar por ahí alimenta a la melancolía, pero sigue siendo el camino diario hacia la casa de todos ustedes. No saludaré más al poster de John Lennon que tantos años se asomó por la ventana porque ese balcón será ocupado por alguien más y no podré frecuentar el lugar como solía hacerlo porque nunca he sido entusiasta de las puertas atrancadas.
Todavía existen librerías en las inmediaciones de Coyoacán, pero nunca una como lo que fue en algún tiempo el Parnaso. Sobreviven aún algunas cafeterías agradables en donde los coyotes podemos seguir aullando barrabasadas y leer a gusto, pero ninguna con ese ambiente tan enriquecedor y ese aroma a tertulia que sigue percibiéndose en las afueras de la antigua librería.
Hoy escribo tan sólo una epítome de lo que viví en ese lugar, pero tengo que hacerlo del otro lado del Jardín del Centenario. Con un café mejor elaborado y una vista similar trato de hacer un homenaje a la esquina que me seguirá viendo pasar como alguien familiar y en donde logré una relación intrínseca con las páginas que leí y con esas tertulias que se convirtieron en una agradable costumbre. El Parnaso es ahora una agradable historia para contar y uno de esos lugares con los que es difícil volverse a tropezar…

Alex VC

lunes, 15 de agosto de 2011

Columna Adelantada © Season's Trees





Danger Mouse & Daniele Luppi present Rome - Season's Trees (ft. Norah Jones)






Un platillo resuena con el ímpetu suficiente para alertarnos, pero con la sutileza adecuada para dar paso a un agradable lapso de tiempo. Cada compás despierta la curiosidad de nuestra percepción y el ostentoso destino de ese sigiloso viaje es el deleite puro.

Season´s Trees es el nombre del sencillo que actúa, a la perfección, como preámbulo del disco que lleva por nombre: Rome, y el cual, ya levanta sospechas de éxito rotundo. El trabajo de mentes creativas y las grandes aptitudes traen a la luz esta canción repleta de sonidos placenteros, dignos de detener el curso de la atención. Danger Mouse y Daniele Luppi hacen uso de sus respectivos talentos en conjunto para darle paso a la creación y abren una puerta substancial en la compleja industria musical con una producción que se mantiene cerca de la exquisitez y alejada de lo convencional. A veces la excelencia alcanza los lujos, y para hacer de las letras una canción sublime, Norah Jones fue la elegida para interpretarla, seguramente por ser alguien quien siempre ha hecho de la música su aliada, o tal vez porque su inmensa sensibilidad no sólo emana de sus cuerdas bucales, sino de sus genes. Talento, Voz y música confabulan para llevar a los oídos a niveles alucinantes:

Comienza la pieza: transcurre el primer segundo y mente música ya conviven en armonía, la batería propone al cuerpo la cadencia y de inmediato se da la comunión músico-oyente; el ritmo cardiaco parece acoplarse al suave beat de los tarolas, al instante en que los oídos comienzan a identificar con agrado los demás instrumentos. Esa guitarra pausada en ejecución, pero toda excelsa en audición, hace que el sonido deje de ser del creador para ser del que lo escucha; las seis cuerdas y el efecto sonoro perduran a lo largo de la canción haciendo de la parte rítmica un componente imprescindible para el agrado. Los sintetizadores aparecen al vaivén de la resonancia como ecos planificados para hacer del ambiente un sitio perfecto para la conjunción musical. En todo momento están las líneas del bajo haciendo vibrar al cuerpo desde la primera nota y aportando sensibilidad extrema al audio. Cuando la mente está inmiscuida del todo con la melodía llega la voz: esa voz que agrada y que hipnotiza, y que por más que se intente darle un lugar específico, sigue siendo parte de un magnífico todo, pero es imposible no colmarse de agrado con ella. La lírica es simple, pero nunca vana, no da mensajes rebuscados (y qué mejor) pero propone, lo que la hace sencilla para el gusto.

Poco más de tres minutos bastan para apreciar este trabajo de gran calidad, y aunque el volumen es opcional, el “paro” nunca es parte de la expectativa. A lo largo de la canción la mente se adapta al ambiente y se embelesa con lo que percibe. Los tímpanos se limitan a prendarse de las caricias y el estado anímico parece calmado, aún con movimientos irreflexivos de las extremidades. En el recuerdo queda la creatividad de la realización y en el gusto quedan los sonidos regalados. El último platillo avisa que la canción llegó a su fin, dejando opción abierta para escucharla de nuevo.

http://www.youtube.com/watch?v=OgwMY1Fgg00

Alex VC