jueves, 16 de junio de 2011

Acción Anti Deportiva ©

(“Cuando se mofen de tu esfuerzo aprieta el paso, por lo menos dejarás de escuchar las risas…”)

Aquel día comenzó puntual a las 12:00 AM, en ese preciso momento en que la gente normal reposa después de un largo día de actividades, cuando el silencio deja de ser una excepción en esta complicada ciudad y cuando algunos nocherniegos hacemos oídos sordos a los sabios consejos del descanso. Cualquier persona en sus cinco sentidos comenzaría el relato con el temprano despertar, pero mi juicio dejó de ser sano cuando alcancé la adolescencia y conocí los excéntricos placeres del tardío pernoctar.
Llegó la media noche, y como ya es costumbre, estaba más despabilado que un catador de café. Miré hacia todos lados como buscando entre la vigilia una solución al absurdo y recurrente problema del extravío nocturno de las pertenencias: cuando se es despistado, se suelen perder de vista objetos, por unos minutos, antes de hallarlos sin esfuerzos sobrehumanos de por medio, cuando se es un completo pelmazo, pueden pasar horas antes de encontrar el maldito control remoto, a la vez que el sueño y la razón se esfuman sin dejar rastro. Una vez hallado el artefacto, me decidí por la televisión, que no es algo que me quite el sueño, pero debo de reconocer que tiene un encanto especial cuando no se tiene absolutamente nada mejor que hacer. Previo a enfocar hacia la pantalla chica leí por un buen rato, cosa que sí me quita el sueño, pero facilita el poder soñar despierto; interpreté algunos mal logrados acordes, y rato después, culminé el texto nocturno con éxito —actividad que a diario contribuye bastante con la trasnochada—. Una vez logrado el rito del desvelo, me dirigí hacia el aparato receptor con el único propósito de encontrar algo que trabajara a la par de la somnolencia: a esas estólidas horas es raro encontrar programación decente, pero el aburrimiento sirvió de arrullo y los ecos cariocas de los infomerciales religiosos resultaron ser como canciones de cuna para mis oídos. Alcanzando las 2 de la madrugada, y después de ejercitar al ocio con el entretenimiento, caí rendido apenas unas horas antes de sonar el despertador y tener que ejercitar las carnes con las galopadas.
Terminó la pausa de unas horas de sueño y el escribidor despertó lindando las 7:40 de la madrugada, o séase, exactamente 40 minutos después de haber acallado con violencia al despertador y en el preciso momento en que el camión de la basura hizo su aparición acompañando con campanazos al sol quien se asomaba de entre los edificios para recordarle a los miles de holgazanes que ya iba siendo hora de levantarse. Con los claxonazos de fondo, y en una reyerta casi interminable entre la haraganería y el sentido común, este último salió herido, pero victorioso, logrando liberarme del colchón con el almohadazo incólume en la testa.
Si existe algo con lo que nunca en mi vida he sabido lidiar es con el hecho de levantarme al alba, y mi bendita costumbre de velar, lo hace una práctica casi quimérica, por lo que me despojé, como pude, de las cobijas —y de las lagañas—, y en un acto de inaudita fortaleza, me puse de pie, aún con la conciencia todavía a medias, al momento en que el televisor se encendió, como poseído por una extraña fuerza, haciéndome saber que la primera alarma del día no cumplió con su cometido y que, por más que me hiciera el desequilibrado, era momento de embutirse en los pants e ir a practicar el ejercicio que no hice en 15 años.
Desde hace ya algún tiempo, por fin, creé en mi persona una conciencia de respetar, aunque sea por escasos momentos, a mi cuerpo y decidí dedicarle algunos cuidados necesarios para la rebasada década de los treinta: Dejé de fumar, actividad que era uno de mis deportes favoritos, y la cual, realicé por casi 3 lustros con resultados estúpidos y bastante perjudiciales para mi condición física; además, logré mantener una rutina, bastante humilde, de ejercicio cardiovascular con secuelas desafortunadas para mis ya extintos kilos de más, y aunque estoy lejos de ser una barita de nardo, estoy próximo a lo que podría ser mi peso ideal —cosa que es desconocida para mí— y el trotar a paso moderado, algunos días de la semana, ha sido de gran ayuda para no sofocarme al tercer escalón y evitar ser confundido con “Pistachón Zig-Zag”.
Una vez caracterizado de deportista —papel que jamás en mi vida he interpretado dignamente— salgí a la intemperie con la luz de las 8 de la mañana, y una fiaca que era mucho mayor a mi sobrepeso, dirigiéndome a regañadientes hacia lo que parecía ser la peor de mis penitencias: la ventaja de tener a unas cuadras Los Viveros de Coyoacán es que la cercanía facilita el complicadísimo proceso de aceptación al ejercicio, la desventaja, es la problemática de inventar un pretexto creíble cada vez que recibes la corrosiva pregunta de: “¿Porqué no viniste ayer?” por parte de los que frecuentan el lugar con exageradísima disciplina.
Por alguna razón, que ignoro, llegué avispado a lo que, minutos atrás, parecía ser un gran desafío. Ahí me encontraba, recargado en el mismo árbol de ramas pobladas de ardillas y en cuya sombra realizo la calistenia necesaria para no acalambrarme a la mitad del recorrido y así evitar ser el hazmerreír de los visitantes quienes se sienten atletas de alto rendimiento por el simple hecho de utilizar ropa deportiva. Inmediatamente después de hacer algunas repeticiones y estiramientos, que para el ojo ajeno seguramente fue como una coreografía aberrante de lo que es estético, me aproximé con decisión hacia lo que sería mi paseo por el purgatorio. Estacionado frente al letrero de 500m, y sintiendo una extraña algarabía en las rodillas, imaginaba lo que sería el inicio de una travesía de 3 kilómetros de trote, jadeos y rezongos. Recuerdo el primer día en que llegué a este mismo lugar y comencé con lo que creí sería un camino sencillo hacia la meta de ser más cuidadoso con mi salud: a los 200 metros, sentía que el corazón se me iba a salir en alguna de las expectoraciones, empecé a hiperventilar como enfermo y a sudar como una gorda dipsómana mientras sentía que le prendían fuego a mis pantorrillas; lo único que refrescaba mi empalidecido rostro eran las lágrimas que no paraban de escurrir y los insultos a la vida eran lo único que salía de mi sofocada boca. Todo esto, por supuesto, frente a las decenas de concurrentes quienes me miraban como presenciando el más fachoso de los espectáculos. Hoy en día puedo comentar —todavía no hay cabida para la presunción— que logro dar hasta 2 vueltas a la pista, lo que me da una infinita satisfacción, pero no quiere decir que a la mitad del trayecto no sigo alimentando el morbo de los que profesan que me va a dar un infarto…
Ahí estaba el Cronopio de los corredores, programando las canciones del aparato de música y con el arrepentimiento a flor de piel. Antes de dar el primer paso, esperé a que se despejase un poco el arrancadero, para así, intentar hacer el mejor de mis inicios. Respiré profundo como aceptando lo inevitable, y sin pensarlo demasiado, comencé con el pie derecho, y a medio vapor, con mi nada afanosa rutina: Para los que no tenemos todavía un amor enloquecido por el ejercicio, el principio de la carrera es lo más complicado, ya que cualquier evento que suceda alrededor, puede significar un pretexto perfecto para terminar de tajo con el entrenamiento y emprender la cobarde huída hacia los tacos de canasta que cruelmente están colocados en las inmediaciones del lugar.
Mantuve el paso firme por unos metros, y aunque trataba de mantener la mente en blanco, los pulmones se percataron de que algo raro estaba sucediendo. Ya por el primer kilómetro, y después de sentirme una gacela rebasando a las personas de la tercera edad, la realidad había sido aceptada, y con la resignación como anabólico, me conservé el trote deseando que el tiempo fuera más veloz que mis pasos. Al ritmo del crujir de las rodillas, y con el corazón todavía en su lugar, me encontré en los linderos de lo que era el segundo kilómetro por cumplir. Dicen que la mente lo puede todo, y entre esas cosas, también es capaz de destruirte: Si utilizo los audífonos es para evadir la realidad y el entorno, ya que cada vez que me entero de la distancia, el cerebro comienza a mandarme señales de paro, por lo que el darme cuenta de que apenas había recorrido un kilómetro me hizo deliberar que no iba ni a la mitad de mi meta, lo que me hundió en una fugaz depresión. Afortunadamente para la poca dedicación, el sistema aleatorio del aparato auditivo, hizo que apareciera “Back In Black” en mis oídos, lo que me produjo instantáneamente las endorfinas suficientes para seguir adelante varias zancadas y pasar, casi sin darme cuenta, frente a lo que se convertía en la mitad del recorrido.

Cuando iba alcanzando el segundo kilómetro y las primeras lágrimas se perdían entre el constante sudor, de entre las veredas, se dejó venir una desbandada de jóvenes entusiastas del Fútbol andando a toda velocidad, como si aquello fuera posible para todos los asistentes: eran un poco más de una docena de ellos, con uniformes en color amarillo y azul y de edades no mayores a los 18 años, pasaron como potros desbocados empujándose los unos a los otros, golpeándose entre ellos como en esa brusca edad se acostumbra y como si los carriles de Los Viveros fueran del tamaño de los del Autódromo Hermanos Rodríguez; lo que causó mi ira, ya que en un esfuerzo sobrenatural de mi parte, tuve que apretar el paso para hacerme a un lado: desgaste monumental de segundo y medio que casi me impide poderla contar.
Cuando uno no es el mejor de los deportistas se recomienda evitar aproximarse a los carriles considerados como rápidos, y en caso de ocuparlos, no es conveniente mantenerse en estos por más de 10 metros, pero las reglas “no escritas” del buen deportista deberían de tener un capítulo entero acerca de la comprensión y misericordia que se debería de tener a los atletas parsimoniosos. Conozco el entusiasmo de aquellos jóvenes practicantes del deporte de la pelota, pues hace no demasiados lustros tuve esa impetuosa edad, y entiendo que el mejor de sus desempeños es importantísimo para ser considerados como posibles fuerzas básicas del mejor equipo del Mundo —“Las Águilas del América”—, pero eso no les da ningún derecho a irrumpir en el malhecho esfuerzo de las personas, quienes suficiente tenemos con el martirio de hacer ejercicio en contra de nuestra propia voluntad.
Después del trago amargo —que ojalá hubiera sido de agua de horchata—, y cortando mañosamente una curva por entre los matorrales, me encontré frente a lo que era el último tramo de mi desconsuelo. Con un repiqueteo de lo más anormal en las piernas comencé a darme cuenta, con inquietud, que los corredores más lentos que yo, y a quienes había dejado atrás, se aproximaban cada vez más, y que varios chiquillos y ancianos quienes paseaban con bolsas de cacahuates en las manos comenzaban a rebasarme. Aún me faltaba poco más de 1 kilómetro para lo que parecía ser una faena titánica, y lo peor del caso, era que no se veía por ningún lado alguna hermosa damisela quien sirviera de musa para inspirar al peor de los atletas. En vez de eso, había un montón de sujetos cercanos a al medio siglo —y a lo grotesco— quienes creían verse sublimes utilizando atuendos entallados que ni a una escultura de Miguel Ángel se le verían bien. Recordemos que por más que la gente pueda tener cuerpos atléticos, la premisa siempre será la misma: “La única persona del sexo masculino que puede utilizar licras es Batman”. En el caso de estos personajes de la vida real sus disfraces los hacían parecerse más al Pingüino, por lo que procuré fingir no haber visto nada y me concentré en el camino de tezontle para evitar futuras imágenes infames. Al no haber panoramas hermosos a mi alrededor, seguí de frente buscando de entre el soponcio un segundo aire que me ayudara a conseguir mi empresa, y a manera de método de autoengaño, pretendí estar a sólo 100 metros del final para evitar, a toda costa, que alguna cortesana, hasta ese momento ausente, me viera gimotear.
Me encontraba en la última recta, a 500 metros de lograr callarle la boca a la languidez. Con los tobillos más hinchados que una señora embarazada saqué fuerzas de flaqueza, y con ese ímpetu que a veces aparece antes del desmadejamiento, seguí marchando como pude tratando de esquivar a los contingentes que gustan de caminar bloqueando todos los carriles y a los trotadores odiosos a quienes les fascina correr en sentido contrario —si lo que les urge a estos individuos es atención, entonces, deberían mejor correr en el Viaducto—. Casi ya sin aire, debido a la resequedad nasal, y con la pesadumbre en las extremidades, alcancé a ver con los ojos vidriosos lo que era el colofón de mi suplicio. Cada metro significaba estar más cerca de parar, pero cada paso era tan difícil como describir con sudor la gloria y el infierno. Lo único que me pudo impulsar para seguir y no desplomarme como el Hotel Regis fue el aborrecimiento deportivo hacia los que ya me habían rebasado más de dos veces y hacia los que después de dar varias vueltas se veían tan frescos que los mangos del carrito de la fruta. Caminando más lerdo que un nonagenario llegué, casi a rastras, al final de mi ignominiosa diligencia. Con desesperación disfrazada de falsa ecuanimidad traté de recuperar el aliento robándome el aire de los demás. Caminé otros 100 metros entre las veredas para que el corazón regresara a su ritmo normal y para poder sollozar sin disimulos en el aislamiento. Una vez terminado el bochornoso espectáculo regresé, ya más desahogado, al árbol poblado de ardillas para realizar los estiramientos finales mientras fingía ante la muchedumbre haber disfrutado lo que había ocurrido. Después de otra coreografía caricaturesca a la sombra del pirul, me dirigí triunfante hacia el puesto de jugos para recoger mi laurel. Después de medio litro de néctar de toronja partí con dolor de huesos hacia mi hogar pensando que mañana sería otro día, pero con un inicio no muy distinto. A la misma hora, y en ese mismo lugar infernal de entrenamiento tendría que estar de nuevo presente para quemar el mismo número de calorías, y para volver a transformar la acción de correr, en una acción antideportiva…

Alex VC

viernes, 3 de junio de 2011

The Cars: Sad Song (Una Carrera Hacia Los Orígenes) ©




Existen fórmulas que nuca dejan de ser efectivas, ni siquiera después de haber permanecido demasiado tiempo en el baúl de los recuerdos. El mundo de las melodías, cada más pletórico de novedades, frecuentemente suele hacer pausas inteligentes dentro de sus proceso creativos para conmemorar a aquellas épocas que fueron de gran ayuda para orientarlas por el camino del éxito. Esta vez, el Rock &Roll disminuye la velocidad para rememorar a esa fórmula que concibió al New Wave como un movimiento importante para su desarrollo, e hizo de The Cars una de sus bandas por excelencia.
La agrupación norteamericana reaparece después de una larga ausencia para hacer uso de los sonidos de antaño, esos que nunca se perdieron entre los recovecos de la música, aquellos que fueron fundamentales para colocar al otrora quinteto en la preferencia del público y que los mantienen, hoy en día vigentes, después de más de 30 años de haber emergido. Los miembros sobrevivientes de The Cars lanzan al mundo “Sad Song” después de un extenuante recorrido por la solitud, la experimentación y hasta el fallecimiento, para estacionarse por tiempo indefinido en los orígenes y lanzar su nueva obra cargada de ese combustible que tanto añoraban sus seguidores. El sencillo, como salido de esa arca de remembranzas, sirve a la perfección como preámbulo de su nuevo material discográfico (Move Like This), no solo por su calidad, sino, porque incita a los sentidos a querer saber más de su propuesta. La canción no necesariamente evoca a la tristeza, pero hace recordar que Benjamin Orr no se encuentra más en las líneas del bajo. Tampoco es una canción absolutamente alegre, pero sí repleta de ritmos y sonidos que invitan, de manera inmediata, a la agitación. Como consecuencia de los sintetizadores y las guitarras está el transportarnos a la consolidación del grupo, y el escuchar detenidamente, hace que la voz de Ric Ocasek se escuche como salida de un vinil de los 80´s. La atmósfera que provocan los acelerados bits se desentiende un poco de la lírica, y aunque los sonidos se alejan de cualquier esquema actual, para los oídos resulta sumamente familiar. The Cars está de regreso para beneplácito de miles alrededor del planeta y su fórmula se conserva exitosa, como lo fue en sus inicios. Los de Boston lograron captar, una vez más, la atención del medio musical, aún después de dos décadas sin presentar un nuevo disco. El ahora cuarteto está de vuelta como si no hubiera pasado nunca el tiempo y como si las segundas oportunidades estuvieran a la orden del día. Su talento está de nuevo al alcance para los que lo deseen disfrutar y el resultado de su nueva empresa fue el acostumbrado: Una victoria más.

Alex VC